miércoles, 12 de diciembre de 2007

Junto al cubo de basura

La pequeña Dorotea era de esas niñas menudas y ojos soñadores de las que jugaban con desgracias. Su madre todavía recuerda con lágrimas en los ojos al pequeño Pato. Fue una mañana de invierno la que trajo Pato a casa. Apareció olisqueando un cubo de basura con sus enormes bigotes y no tardó en maullar para llamar la atención de los dueños del cubo. Dorotea lo escuchó. Fue amor al primer maullido. Tomó al pequeño Pato entre sus manos y lo escondió bajo su abrigo mientras entraba en casa. Subió a su dormitorio, silenciosa, conteniendo la respiración. Su madre pareció no darse cuenta de que bajo el poliéster y la pluma sintética iba un felino desgarbado y juguetón. Al llegar al cuarto lo dejó sobre la cama. Bajó por un poco de leche y un par de rodajas de mortadela. Durante la espera Pato comenzó a explorar lo que iba a ser su hogar. La mortadela fue el principio de una gran amistad entre los embutidos y ese pequeño gato callejero.

Pasaron las semanas, y tras el enfado inicial, Dorotea consiguió que sus padres aceptasen a Pato como un integrante más de la familia. La timidez del minino se esfumó más rápido que los trozos de pescado olvidados sobre la mesa. Algunos sillones comenzaron a sufrir sus instintos al igual que calcetines y útiles de costura. Aún así, la desesperación que causaba a los progenitores de Dorotea quedaba compensada con la felicidad que derramaba cuando jugaba con ella. Muy obediente no era, como todos los gatos, pero mantenía sus uñas lejos de aquello que le iba a dar problemas.

Conforme fue creciendo la familia fue tomándole más cariño. Pagaba con ronroneos los trozos de comida que caían accidentalmente de la mesa, sobre todo los de Dorotea. Dormía con ella, a sus pies, tomando parte del calor de su cuerpo y asustando a todas las pesadillas que la perseguían las noches de tormenta. Miraba con ojos atentos todo lo que la niña hacía, desde que se levantaba hasta que regresaba a la cama, faltando solo a su cita aquellos días que se levantaba algo más aventurero de lo normal. Esos días hacía suya la calle persiguiendo ratas o bufando a otros gatos. Demostrando que a pesar de su tamaño y su vida fácil, seguía siendo ese depredador que temían los gorriones.

La semana fatídica hizo calor. Pato había abandonado durante la noche la compañía de Dorotea, seguramente en busca de un nuevo trofeo. Ella se levantó intranquila y preguntó a su madre por Pato. Miraron en todos los cuartos, incluidos aquellos rincones que le gustaba esconderse. No apareció. Cuando su padre llegó de trabajar volvieron a repetir la operación con el mismo grado de éxito. Se fue a la cama triste y preocupada. Esa noche las pesadillas camparon a sus anchas por su pequeño cuerpecito y se despertó entre lágrimas y sollozos. La angustia duró varios días hasta que su vecino, el viejo señor Olson apareció en casa. Le dijo a su vecino que por favor pasase por casa cuando pudiese, que tenía noticias de Pato, pero que no dijese nada a Dorotea. Cuando volvió de casa del señor Olson, el padre de Dorotea no podía contener las lágrimas. Vio a Pato. Olió su pelo quemado. Vio uno de sus ojos inerte, blanco y sin vida. El otro había desaparecido y solo quedaba una cuenca vacía. Sus patas revelaban el sufrimiento que había acabado con su vida mientras las llamas lo devoraban. El señor Olson le dijo que hacía varios días unos adolescentes entraron en el barrio, y que tras romper algunos cristales, quemaron varios cubos de basura. Un par de días más tarde descubrió lo que quedaba de Pato cuando estaba haciendo limpieza en casa.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Curiosidad para un Escritor

Los días que siguieron a la mañana en la que Gabriel tuvo el accidente, estaban llenos de inquietud y preguntas que a las que un escritor solo estaba acostumbrado en sus novelas. Los porqués se acumulaban sin sentido al igual que el presentimiento de lo sobrenatural. Julián llamó un par de veces más al hospital pero siempre obtenía la misma respuesta. Estable y sin cambios.

Poco a poco las cosas volvieron a la normalidad con el extraño sentimiento de que estaba siendo observado. No era nada físico, sólo una sombra apreciada a contra mirada, o el eco lejano de unos pasos en otro lugar de la casa. Nada que tras una llamada a Silvia no razonase con los típicos quejidos de una casa vieja.

Tras una semana esperando mejoría en Gabriel, decidió cerrar su habitación con llave. Los médicos dijeron que nada podía hacerse para que volviese a la consciencia, que solo cabía esperar a que el cuerpo hiciese su parte. Julián se sentía mal. No es que le tuviese un gran aprecio. Como le contó a sus amigos aquel día en el pub, no era una persona sociable, pero cualquier persona con el mínimo resquicio de humanidad se sentiría pena por ese tipo de circunstancias. Al menos es lo que pensaba él. Los intentos de buscar algún familiar fueron infructuosos. Fue a la facultad de letras en busca de información que pudiese ayudar a encontrar a alguna persona conocida que se interesase por él, pero salvo una compañera con la que había hecho algún que otro trabajo de literatura inglesa, no había nadie. Ésta no pudo decirle mucho. Muchacho extraño que no hablaba de su vida, e impermeable a sus intentos de flirteo. Buen trabajador, muy culto y con gustos por el jazz, pero nada útil. En secretaría la única dirección que tenían era la de Julián. Los profesores sólo pudieron completar el perfil con sus notas, y con los estudios preliminares que estaba utilizando en su tesis. Julián fotocopió esos escritos para ver si lograba encontrar alguna pista sobre la procedencia de Gabriel. En el camino de vuelta compró una carpeta que pensaba utilizar para reunir toda la información que pudiese sobre Gabriel. Con un gran rotulador negro escribió en su portada las iniciales del nuevo caso G.B.

Cuando llegó a casa se encontró a un gato siamés esperándolo en la puerta. Aunque no muy amigo de los felinos, la soledad e inquietud de estos últimos días le ablandaron el corazón, y le obligaron a invitar al pobre animal que no dejaba de mirarle con unos profundos ojos azules. Dejó la carpeta en el estudio, y convencido a encontrar alguna información sobre la procedencia de Gabriel, volvió a entrar en su cuarto. Todo estaba como lo había dejado el día del accidente. Los símbolos extraños, los libros, la lámpara, todo seguía en su sitio. El gato entró con él, cosa que agradeció y le dio más confianza. No era amigo de la curiosidad, pero se puso a rebuscar entre las cosas de Gabriel casi como un favor personal. No encontró ni fotos, ni diarios reveladores como le hubiese gustado, pero si algunas cosas que le formaron un perfil distinto de su inquilino. Encontró varios discos compactos de jazz, Monk, Coltrane, Parker y Davis. Encontró varias reproducciones de pintores impresionistas, por las cuales dedujo que Monet debía de ser su pintor favorito. Encontró algunas guías de viaje de Praga, Budapest y Viena, y con ellas algunos mapas de estas ciudades. En uno de ellos encontró varios billetes de tren usados, correspondientes a trayectos entre estas ciudades. Como marcapáginas de una de las guías encontró el resguardo de una tarjeta de embarque de un vuelo a Praga con fecha de hacía más de un año. En los cajones de la mesita de noche no encontró nada especial salvo aspirinas, una libreta vacía con una flor de una amapola seca y el cargador de un móvil. Volvió su mirada a los libros de la estantería, quizás hubiese ahí algo.

Dos horas y trescientos volúmenes más tarde, la frustración ganó la batalla. Nada sabía de Gabriel, salvo que leía, escuchaba o a donde viajaba, pero nada más. Mientras cenaba una ensalada, su imaginación fue completando los datos que necesita conocer. Seguramente era hijo único, huérfano de padre, de una ciudad del norte. Su madre se ganaba la vida dando clases de piano cerca del conservatorio. Jamás tuvo amigos y dedicaba su tiempo a leer y a imaginarse historias que llenaron su cabeza de fantasías. Al terminar el instituto tomó parte del dinero que había dejado su difunto padre y vino a la ciudad a estudiar literatura. Esa decisión causó una ruptura entre su madre y él ya que ella quería que se quedase en su ciudad y estudiase algo de provecho como medicina.

El gato lo miró y Julián le contestó satisfecho que el misterio estaba resuelto. Gabriel debía ser una persona corriente con una vida como la cualquiera que no tiene grandes dones sociales ni se encadena demasiado a los recuerdos.

No tardó en tomar un baño, ya algo más tranquilo por la reconstrucción que había hecho de la vida de su inquilino. Al baño le siguió la cama, y a ésta el sueño, y al sueño el ronroneo de un gato que dormía escuchando las olas del mar junto al cabecero de la cama.

En el Fondo de la Pinta

La tarde había sido realmente agotadora. Demasiado trabajo. Demasiado ruido. Demasiados asuntos que en el fondo no le importaban a nadie. Alejandro llegó a casa sobre las siete, tras una hora de atascos en el centro de la ciudad. Comenzaba a desnudarse para darse una reparadora ducha de agua caliente cuando lo llamó Julián. Había quedado a las nueve con Silvia y Pablo para echar unas pintas en el irlandés de la esquina. Aceptó sin muchas ganas. Hacía tiempo que no los veía y sabía que aún cansado, terminaría por agradecer algo de contacto humano.

Dos horas más tarde se encontraban en el pub. Todo seguía como lo recordaba, los bancos de madera, el olor a cerveza negra, la luz tenue, la publicidad de Guiness y la indicación de “Five miles to Cork”. Se sentó al fondo de la habitación, junto a la gramola que había sido la razón de más de una discusión sobre música con Silvia. Era el primero. El camarero se acercó para preguntarle que quería beber. Era nuevo y su acento de ciudad le pareció que le quitaba encanto al sitio. Prefería al viejo Erick, el dueño del pub. Un irlandés entrado en años con ojos azules de mirada dura y pocas palabras. Julián aseguraba que llevaba algunos asuntos turbios en la ciudad, y actuaba de intermediario entre algunas mafias locales. Pidió una pinta de Murphy como siempre. El camarero se la trajo junto a un plato de cacahuetes en el mismo instante que entró Julián por la puerta. Parecía nervioso. Algo había pasado. Se sentó frente a Alejandro y tras un seco “Hola” pidió una pinta de Guiness. Julián le hizo las preguntas de cortesía que contesto carente de entusiasmo. Intercambiaron miradas de soldados derrotados que bien podían haberse traducido con un “estamos listos”. Afortunadamente antes que empezase un nuevo asalto fueron salvados por la campana. Pablo entró tarareando la Cabalgata de las Valquirias de Wagner, con la sonrisa de un gato que se ha comido un canario y un nuevo corte de pelo al estilo años veinte. Saludó con un efusivo “Hola gente, ¿Cómo va todo en el planeta Tierra?”. Las contestaciones fueron un poco forzadas, pero Pablo no pareció darse cuenta. Se volvió y le pidió otra Guiness al camarero mientras se encendía un cigarrillo. Cruzó una pierna sobre la otra, y exclamó “Dios, chicos, parece que habéis salido de un entierro, ¿Qué os ocurre?”. Alejandro se encogió de hombros y dijo, “no sé, lo de siempre, supongo, mucho trabajo y…” Pablo continuó la frase “…poco sexo, si eso se te ve en la cara” y volvió a sonreír “nada que no tenga solución, ¿y a ti?” preguntó mientras miraba a Julián. “Problemas con mi inquilino, por eso os llamé. Pasan cosas demasiado extrañas”. Antes de que continuase, apareció Silvia por la puerta. Vestía vaqueros y camisa blanca. Los miró escondida en escudada en sus gafas de montura azul. Cuando estuvo más cerca su rostro se dulcificó, y bromeó con que no la habían esperado para empezar. Pablo se levantó para retirarle la silla en un educado gesto caballeresco que Silvia agradeció con una sonrisa. Alzó la mano y le pidió una coronita, con tres ligeros golpes de su pinta sobre la mesa dijo “Estamos todos, que comience pues otra reunión del club, abre la sesión el honorable escritor J.P.”

Julián bebió un trago de cerveza, abrió mucho los ojos y comenzó su descripción. “No sé si recordareis que os conté que había alquilado una de las habitaciones de mi casa a fin de mejorar mi maltrecha economía. Se lo alquilé a un estudiante llamado Gabriel, alto, de gafas con pasta negra, y poco sociable. Ayer estaba repasando los periódicos cuando escuché un ruido parecido al de una explosión que venía de la cocina de casa, donde había dejado a Gabriel. En principio pensé que podía haber sido el gas y corrí hacia ella pensando en lo peor. Al llegar, lo único que encontré fue a mi inquilino tumbado sobre el suelo de la cocina. Todo su pelo estaba blanco, como el de una vieja, pero no había rastro de ninguna explosión ni nada que pudiese haber causado ese sonido. Quise preguntarle pero estaba inconsciente. Llamé a una ambulancia y se lo llevaron al hospital. Cuando entré en su cuarto en busca de la documentación vi que sobre el suelo había dibujado algunos símbolos extraños con pintura plateada. Me entró un escalofrío por el cuerpo, como si alguien me observase por encima de mi hombro, de manera que cogí su cartera que estaba sobre el escritorio, y salí de la habitación. Cuando esta mañana llamé al hospital me dijeron que estaba estable aunque inconsciente y que el pelo blanco podía haberse debido a algún tipo de estrés traumático, pero no pudieron decirme nada más”

Todos se quedaron callados lo que a Julián le pareció una eternidad. Pablo fue el primero en hablar “Tengo un amigo médico, si quieres puedo darte su número y le preguntas cual ha podido ser la causa de lo que nos cuentas” Bebió un sorbo de cerveza, y dijo “aunque suena emocionante”. Alejandro siguió pensativo mirando su pinta de cerveza casi terminada. Se le antojaba que en el fondo podían verse dibujos como en los de los posos del café. Se acordó de Paula y de la imaginación que le echaba a estas cosas. Los demás siguieron hablando pero la mente de Alejandro se alejaba intentando dar forma a la espuma del fondo de la pinta de cerveza. Lo único que pudo imaginar fue a la serpiente del Principito comiéndose un gato.

sábado, 3 de noviembre de 2007

Una Vida contada por La Leica

Nadie sabía lo que buscaba el abuelo en el trastero, pero si el ruído que estaba haciendo era un indicativo del desorden, Jorge sabía que iba a pasar una tarde realmente larga volviendo a ordenarlo todo. Ya sabía él que no era buena idea dejar al abuelo ahí solo, pero su madre le había dicho que así estaría distraído un rato, de manera que Jorge pudiese dedicar un rato de tranquilidad al libro que se había comprado hacía un par de semanas. Cuando por fin logró centrarse escuchó el grito de alegría del abuelo, momento en el que supo que el libro debería esperar hasta la noche. Menudo puente en familia estaba pasando. Cinco minutos más tarde el abuelo llegó con una caja de metal que abrió delante de su nieto. Para espanto de Jorge vió que estaba llena de fotos. Mientras el abuelo se acomodaba en la mesa camilla, Jorge se acercó a la cocina y le pidió a su madre un café cargado para amenizar la tarde que se le venía encima.
El abuelo desplegó sobre la mesa varios montones de fotos en blanco y negro. Comenzó por unas fotos donde se veía a un adolescente sonriendo, junto a una bicicleta. El abuelo le contó que ese era su hermano mayor Vicente, que no conocieron porque murió después de la guerra. En la cárcel. Su rostro se arrugó, triste, dijo que desde que cumplió los quince le había apasionado las bicicletas y que durante la guerra estuvo trabajando como mensajero en el frente republicano, hasta que lo pescaron cerca de Málaga. Tuvo suerte en no ser uno de los miles de fusilados pero murió a causa de una paliza en una de las cárceles de Madrid dos años más tarde. A continuación sacó una foto de una mujer de anchos hombros, y sonrisa forzada. Con pelo negro. Con una sonrisa dijo que era la abuela y que siendo él joven, antes de que le pidiese salir, consiguió que posase para una foto, pero que como nunca le había gustado, jamás consiguió que sonriese ante una cámara. En aquel momento sacó una cámara de la caja de metal. Era negra con algunas piezas de acero ya oxidado. El abuelo sonrió y dijo, "acá está Jorge, te presento a la Leica, el ojo de mi memoria" y rió como un niño. "Esta la tuve cuando huí hasta Francia" dijo mientras señalaba un montón de fotos para que se las alcanzase "Al terminar la guerra tuve que huir con tu abuela a Francia, pa que no nos pescasen como al Vicente". "Estuvimos en casa de Jaqueline, una prima lejana que enseñaba español en una escuela en Potiers", y me enseñó una foto de una chica delgada vestida con camisa blanca y con gafas redondas. "Era una mujer inteligente, la abuela decía que escribía poemas, pero yo nunca leí ninguno". La siguiente foto que salió salía el abuelo junto a la abuela, los dos aún jóvenes, con los rostros un poco demacrados, pero sonrientes, bueno, al menos el abuelo, la abuela sólo hacía el intento. "Esta foto nos la hizo la Jaqueline a la semana de llegar. En cuanto llegamos estuvimos ayudándola con el huerto" Y me enseñó una foto de la abuela con aparejos de labranza en actitud desafiante. "La abuela ya conocía el arte de las verduras como ella decía así que en realidad nos enseñó a todos". "Estuvimos dos años con Jaqueline hasta que tuvimos dinero para probar suerte en otro país, de manera que nos embarcamos hasta Argentina". Jorge bebió un sorbo de café y miró varias fotos, una de ella de los abuelos en un barco de esos que salen en las películas de los cincuenta. En otra se veía a la abuela leyendo un libro con el mar de fondo. En una tercera en una casa de paredes verdes. "Ves esa, esa fue nuestra primera casa en Rosario, cuando llegamos allí compramos un terreno y comenzamos a plantar frutales en la vega del río Paraná. Hicimos buena vida y buenos amigos durante más de veinte años".
Volvió a pasarle fotos. En ellas se veía a su abuela con otras personas que no conocía, en algunas en fiestas bailando, en otras en una casa mayor, en otras con un par de niños pequeños, que los que reconoció como su madre y su tio. En la última vi a mi madre con la misma edad que tenía yo ahora con una mochila. El abuelo dijo: "Ves, acá tu madre un par de horas antes de volver a España, quería conocer sus raíces, y a parte la parte de la familia que se había quedado. Fue a finales de los setenta, poco antes de la muerte de Franco cuando conoció a tu padre". Y me enseñó una foto de mi padre vestido con la bata de médico junto a un naranjo. Sonrió. "Tu madre se llevó a la Leica, y me mandaba fotos de la familia, y esta fue la de tu padre. Al principio yo no quería que tuviese ninguna relación con él. Tu abuelo paterno fue teniente del ejército a las órdenes de Franco y al principio cargué a tu padre con la culpa de nuestro exilio. Pero tu madre me convenció que nada tenía el que ver, que los hijos no tienen que pagar las culpas de sus padres, y que además Don Javier estaba arrepentido por haber participado en semejante guerra". Enseñó una foto de los dos abuelos, junto al padre de Jorge. "Con los años descubrí que era un buen hombre, que simplemente luchó al otro lado, pero Jorge no vayas a creer por eso que todos eran hombres buenos, muchos de ellos se ensañaron demasiado con los vencidos".
También le enseñó una foto de un hombre alto con bigote,de mandíbula cuadrada y con aspecto serio. "Este era el Julián, cuando la mitad de las familias se marcharon del pueblo, el confiscó sus tierras. Y a algunas que no se marcharon y tenían familiares republicanos le hizo la vida imposible hasta que se marcharon bajo la amenaza de que sino serían acusados de conspirar contra el régimen". Volvió a mirar la foto. La verdad es que a Jorge le parecía un tipo normal, como los que te encuentras cuando vas a comprar a la panadería de la esquina. El abuelo siguió hablando de él. "El muy hijoputa todavía sigue vivo y su hijo es ahora alcalde del pueblo".
La madre de Jorge salió de la cocina, y les dijo que fuesen recogiendo, que la cena estaba casi lista y que su padre estaba a punto de llegar. El abuelo le enseñó a Jorge otras fotos, en una de ellas se veía a su madre con un bebe de ojos negros. "Ves, ese granujilla eras tu". Siguió enseñándole otras fotos donde aparecía algo más mayor, jugando con la pelota, o con su prima Silvia en la playa. Su madre volvió a asomarse desde la cocina advirtiendo que sino recogían tiraría todas las fotos. El abuelo metió todas las fotos en la caja de metal. Dejó la cámara fuera y salió por la puerta del salón de nuevo rumbo al sótano. Mientras salía le dijo a Jorge "Ea muchacho, sal a dar un par de vueltas a la Leica que no tiene espíritu para quedarse el resto de su vida en una caja". Jorge cogió la cámara y hizo su primera foto mientras su madre ponía la mesa.

Fantasmas

La lluvia golpeaba los cristales de la ventana con un sonido rítmico, casi hipnótico. Era fácil dejarse llevar para no pensar en nada más. Era una buena solución antes de que el destino volviese a dar una buena mano. Pero el tiempo no estaba conmigo de manera que dejó de llover, y la casa volvió a quedarse en silencio, con todo lo que éste significaba. Casi como una imposición salí de casa a pasear, a escapar del silencio que incentivaba peligrosamente mi memoria. Tomé el primer callejón a la derecha como en una huída precipitada, una huída de la ausencia.
El callejón era demasiado estrecho como para que pasase ningún coche. Carecía de puertas, solo ventanas que casi se tocaban de forma obscena. Uno de los edificios se encontraba recostado sobre uno de sus cimientos dando una sensación más claustrofóbica si cabe. No llovía, pero tampoco salía el sol. Me adentré más si cabe en el callejón, en busca de algún sonido, de algún gato que rasgase esa mortaja que comenzaba a ahogarme, pero lo único que encontré fue una pared de ladrillo. Fría e imponente. Me apoyé en ella, pegando mi oreja a su superficie, rezando por escuchar el más leve ruído. Pero nada. Solo el ruído de mi corazón asustado me respondió, mientras la pared parecía reírse para sus adentros. Quise gritar, pero me daba miedo escuchar solo mi voz de entre el silencio, sin la mínima respuesta.
Volví a salir del callejón, corrí por la calle en mitad de la noche, buscando algún sonido, algún ronquido despreocupado, alguna pareja jadeando deseo, alguna pelea interspectiva, pero la humanidad parecía complice de mi soga. Llamé a una puerta, primero con unos tímidos golpes que un instante después se convirtieron en patadas desesperadas. Entonces se encendió una luz y pronto la realidad volvió a mi. Tomé conciencia de que estaba en pijama en mitad de la noche, en mitad de la calle y corrí de regreso a casa, asustado por mi locura, asustado de lo que los demás podrían decirme en semejante estado.
De nuevo en casa el silencio me recibió con un abrazo. Entré en el dormitorio y me senté en la cama. Allí estaba la fuente del silencio, junto a mi. El silencio manaba del hueco donde dormías. El hueco manaba de tu ausencia. De la falta de tus palabras y de tus caricias. Manaba de la silueta imperceptible que habías dejado en la almohada todas las noches que te abrazabas con el brazo derecho a ella, mientras extendías el otro para tocarme. Y de nuevo el silencio, como tu fantasma se me volvió a aparecer. Aterrado, agarré unos pantalones, las llaves del coche y la cartera. Corrí hacia de el garaje y arranqué tan rápido como pude para alejarme de ti, de tu ausencia, del silencio que había hecho suyo tu fantasma.
El ronrroneo del coche me recibió como un gato amigo, que con su mirada felina me propuso escapar. El sur era buena opción. Puse la radio, sonaba una canción para alejar fantasmas. Subí el volumen mientras salía de la ciudad con el ritmo de los Who. Baba O´Riley siempre me pareció una buena canción para la banda sonora de mi vida.

martes, 30 de octubre de 2007

El Último Vuelo de Ícaro

Si una noche el destino quisiese acusarnos de infieles, esta sería la noche. Con esta afirmación comenzó aquella experiencia que me atormentaría durante años. Todavía recuerdo como el sudor frío inundaba mi frente mientras todo se precipitaba hacía el vacío. Pero déjame que retroceda, pues este no es buen comienzo para esta historia… ¿verdad doctor?

Muchas personas piensan que la verdad es un suceso inamovible, otros que es un recuerdo… Icarus Vhendeni, pensaba que la verdad es un gigantesco prisma por el cual fluye el tiempo, y que tiende a mostrarse según el haz de luz con el que se ilumine, al menos es lo que siempre decía en sus clases de Física del Espacio y el Tiempo. Al igual que su verdad, la imagen que sus alumnos podíamos recibir de él, dependían del día, la hora y la cantidad de café acumulada durante la noche anterior, algunos lo veíamos como un genio despertado de pelo rojizo y encrespado… otros como un loco de pequeñas gafas de montura de bronce quebradas por el devenir de los años. Un último grupo, generalmente femenino, lo veía como un viejo salido de labios quemados con el mismo atractivo de una tarde en el dentista. El caso, doctor, es que comencé a trabajar con él, el mismo día que terminé mi carrera. Mi trabajo de tesis, se titulaba, “Curvatura del Espacio Tiempo bajo Inducción Gravitatoria”, o como solía decir Icarus, Forja de unas Alas para Escapar de la Realidad.

Los primeros meses fueron duros, llenos de trabajo y ansiedad. Uno nunca sabía lo suficiente para estar al nivel del profesor. Cuando no era tal artículo, era tal otro. Las noches estaban llenas de ecuaciones que no comprendía, los días de discusiones por mi falta de conocimiento. Soñaba con dejar el laboratorio como habían hecho muchos otros antes que yo. Llegaron los ataques de pánico, los dolores de cabeza, las inseguridades, y con éstas, los fallos. Lo que para mi era un placer se convirtió en una tortura. Llegaba al laboratorio antes de que amaneciese y trabajaba allí durante todo el día, hasta que mi cuerpo, rendido por el cansancio me exigía volver al casa.

Y cuando pensé que no podía más el Dr. Vhendeni me llamó a su despacho. Jamás lo había visitado, siempre habíamos tenido las reuniones en la sala de juntas del edificio de investigación, pero aquel día me invitó a su cueva, como la llamaba él. Me sorprendió que aún teniendo fama de científico caótico y desorganizado, en su despacho reinaba el orden. En su escritorio sólo había un ordenador portátil y un par de fotografías, y tras éste, un enorme ventanal desde el que podía verse todo el campus. A ambas paredes laterales se hallaban recubiertas de estanterías con libros, algunos de ellos muy antiguos. Y aún así, lo que más me llamó la atención no fue ni el orden, ni los libros, ni siquiera la visión privilegiada del campus reservada tan solo a altos cargos de la universidad, lo que me llamó la atención fue la reproducción de la pintura de Draper que se encontraba al final de la habitación, entre el ventanal y el escritorio. El Lamento de Ícaro. Recuerdo que al ver que mi mirada se perdía en el cuadro, el profesor Icarus me dijo algo así como “Bueno, que esperaba, todos coleccionamos obsesiones”, momento en el que me fijé que todos y cada uno de los libros que se encontraban en la habitación hacían más o menos referencia a la leyenda del que su nombre era partícipe.

La reunión fue corta, sólo me dio un par de consejos y directrices para seguir con la investigación. Me dijo que no me extenuase, que el cansancio era enemigo de los buenos resultados, y que todavía necesitaban ese talento que tenía y por el cual me había contratado. Me sugirió unas pequeñas vacaciones, de manera que me fui un fin de semana a una cabaña a los lagos, a practicar senderismo con unos amigos.

A mi vuelta, de manera más relajada retomé mi investigación. Trabajaba en varias ecuaciones relacionadas con la gravedad y la deformación que causa esta en el tejido espacio-tiempo. Algo realmente complicado para los profanos del tema, pero se lo explicaré de otra manera. Las agujas de un reloj no marcan el paso del tiempo, sino el movimiento de los grandes cuerpos celestes a lo largo del espacio. Mi trabajo consistía en encontrar las relaciones reales entre estos movimientos. No se asuste, seguiré con mi historia ya que veo por su cara que no quiere entrar en tecnicismos.

Como bien le he dicho volví más relajado tras ese fin de semana, y los siguientes meses fueron bastante más productivos. Alternaba largas épocas de trabajo con unos merecidos descansos. Fueron meses felices de los que guardo grandes recuerdos. Conocí a Beatriz, y juntos recorrimos una gran parte de los territorios que rodean la ciudad, desde los lagos hasta las montañas Hawkings. Mi relación con el profesor se consolidó de manera que pasaba más o menos una vez por semana por su despacho para hablar de los avances de mi trabajo. Parecía muy interesado en las ecuaciones que lo relacionaban todo con la energía. Hacía un gran hincapié en ello. Me decía que mi tesis estaría completa en el momento en el pudiese calcular cuanta energía consumía el paso el tiempo.

Semanas más tarde ocurrió el milagro, encontré esa ecuación y sabe lo sorprendente. El paso del tiempo, no consume, sino que genera energía, la energía con lo que se mantiene en movimiento el universo. Cuando lo descubrí corrí hacia el despacho de Icarus. La noticia lo pilló por sorpresa. Me acuerdo que sólo exclama “Oh Dios mío, oh Dios mío, es posible” y que no dijo nada más. Me marché tan excitado como había entrado en el despacho.

Los meses que prosiguieron al descubrimiento fueron una espiral de frenesí y trabajo. El estrés pudo conmigo y con mi relación. Beatriz no podía soportar compartirme con mi trabajo, y finalmente me dejó frente a mis ecuaciones. Mientras tanto, Icarus había estado trabajando con algunos ingenieros en una aplicación práctica de mis ecuaciones. Si, como lo oye, una aplicación práctica. Simple. Sencilla. Monstruosamente real. Para contestar al pregunta. Si, la veo en sus ojos como la veía en el equipo unos días antes del día cero. Si esa duda que todos los seres humanos tenemos alguna vez en nuestra vida. Si, veo el interrogante en sus ojos, y como desean que continué. El principio es sencillo, si el paso del tiempo desprende energía, que ocurre si la aplicamos de manera reversible siguiendo un camino termodinámicamente viable. Los ingenieros tardaron cuatro meses en construir la máquina. Se acuerda de los apagones de Enero. Fuimos nosotros. Necesitábamos energía para los ensayos. Estos eran realmente prometedores. Conseguimos parar el transcurso del tiempo durante un par de días sobre objetos pequeños, desde relojes hasta cámaras de video, manzanas, lo que quisiéramos. Para ellos no pasaba el tiempo. Era increíble. Pero fuimos más allá. Queríamos saber que ocurría si aplicábamos la energía suficiente porque mis ecuaciones decían que podíamos dar marcha atrás a las agujas del reloj. En teoría podíamos invertir la dirección del tiempo, al igual que podíamos pararlo. Con la suficiente energía, pero necesitábamos una nueva máquina.

Icarus tardó varios meses en conseguir el dinero para financiar el proyecto, todo en el más absoluto de los secretos. El equipo tardó quince meses en construir la nueva máquina. Provocamos más de treinta apagones en los treinta ensayos que realizamos. Hasta que todo estuvo listo. El día cero, sólo estábamos en el laboratorio Icarus y yo. Los ingenieros se encontraban controlando las fuentes de energía que eran nuestra principal limitación. Revisamos los fusibles y los parámetros temporales de los ordenadores que controlaban el proceso. Un exceso de energía podría hacer saltar todo por los aires. Activamos el aparato, y el crepitar de la electricidad de los generadores nos indicó que todo estaba listo. El profesor dijo, “si una noche el destino quisiera acusarnos de infieles, ésta sería la noche” y apretó el botón. Entonces el silencio se adueñó de la sala como en los instantes previos a la caída de un rayo. El profesor se acercó a la máquina, a la cámara donde aplicábamos la energía para los experimentos. Abrió la puerta, y entró. Todavía no sé porqué lo hizo, teníamos cámaras para analizar el proceso. Mientras me precipitaba hacia la habitación, la luz volvió y el profesor salió. Su rostro estaba demacrado, en aquellos ojos donde unos instantes había luz, ahora había un cansancio infinito. Le pregunté y pregunté las miles de preguntas que se me pasaban por la cabeza. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Porqué?... ¿Cuánto?... ¿Cuándo? No me respondió a ninguna, solo dijo, “necesito pensar”, apagó el ordenador y se fue a su despacho.

Salí del edificio envuelto en dudas, con la esperanza de que a mi vuelta el profesor respondiese a mis preguntas. Miré hacia el ventanal. Sabía que estaba allí encerrado en un laberinto de ideas incomprensible para mi. Repentinamente el cristal del ventanal se rompió. El profesor salió despedido. El tiempo que duró su vuelo se me hizo eterno. Eterno hasta que cayó y sus sesos se desperdigaron ante mi.

Desde entonces lo recuerdo todo difuso. La policía. El ministerio precintando el edificio. Mis pesadillas. Mi cita con usted…

…El paso del tiempo.

domingo, 28 de octubre de 2007

El animal

Buscaba desesperadamente algún rasgo conocido en esa tierra extraña. Una montaña, colina o río que hiciese saltar sobre mi cerebro aquel resorte que me diría donde estaba. Pero no lo encontraba. Estaba perdido en mitad de la nada, rodeado de miles de árboles, lejos de cualquier señal y con la noche precipitándose sobre el cielo. Lo primero que hice fue refugiarme del frío que estaba por llegar. Éste se había llevado más de una vida imprudente. Me adentré en la cueva, y me deslicé hasta el fondo donde sabía que los dientes del invierno no iban a llegar. Me acurruqué sobre el musgo seco que hablaba de tiempos más húmedos para ese lugar. Cerré los ojos y pesadamente la losa del sueño cayó sobre mi.

No me acuerdo lo que soñé, pero si se que entre sueños, escuchaba como la tierra se estremecía con golpes. Escuché ruídos infernales y recogí olores desconocidos. Desagradables. Caústicos. Olí a madera quemada y a río emponzoñado.

Al despertar y al salir de la cueva todo había cambiado. Ya no me hallaba rodeado de árboles, sino de construcciones monstruosas junto al río. Los olores del bosque habían sido sustuídos por horribles hedores a hombre. A esos animales sin pelo. Habían llegado al bosque y en un inverno habían cambiado a base de fuerza el paisaje que me rodeaba. Quería escapar pero estaba débil tras el largo invierno de manera que fui a buscar comida. Cualquier cosa que me diese fuerza para escapar de lo que me rodeaba.

Olí comida, y me acerqué. Uno de los sin pelo me vió y comenzó a gritar. No tardó en aparecer más sin pelos, todos gritando de forma semejante. Me tiraron piedras, y grité furioso. Daba igual, me tiraban más piedras mientras cada vez habían más. Huí. La comida tendría que esperar, Volvería a la cueva. Pero aquellos sin pelos, me siguieron. Escuché un trueno que caía del cielo. Sentí un pinchazo en mi espalda. Todo se volvió confuso. No tenía fuerzas. Caí. Sentí dolor. Sentí dolor hasta que todo desapareció.

“Entonces dice que no tiene ninguna imperfección”

“Ninguna señora, esta piel es de la mayor calidad, tomada del animal cuando todavía está vivo”

“Por favor, ahórrese los detalles, no quiero escucharlos, por Dios, es de mal gusto”

viernes, 17 de agosto de 2007

La Canción de la Abuela Paca

Mi abuela me contó una vez que en los tiempos en que vivimos nuestra sangre ya no es necesaria, que somos una canción perdida que sólo los locs pueden escuchar y que la luna ya no teje con nuestros hilos. Mi abuela era una mujer fuerte, de alma madrugadora y sonrisa enigmática, de esas que saben que las tormentas traen algo más que agua y viento.

Criada bajo las sombras de la montaña no salió nunca del pueblo con sus pies. Le gustaba cantar mientras hacía punto, decía que para atar un sentimiento bello a mi bufanda. Cuando compraba pan se colocaba una moneda de cobre bajo la lengua, decía que para que nunca se acabase. Los días de lluvia pintaba con tiza un círculo en una gran olla de cobre que guardaba en el desván y la colocaba fuera de casa, decía que para alimentar al hambriento trueno. La mala suerte la ahuyentaba colocándoles cascabeles a los gatos. Sus huesudos dedos jugaban con las cartas como el que escribe cartas de amor. Bebía licor de miel para que su voz no temblase jamás por el miedo, pues decía que era el secreto de los valientes.

Todavía no había empezado a andar cuando mis padres murieron en un incendio. Como no tenía más familiares la abuela se hizo cargo de mi. Me hizo una cuna con el tronco hueco de un árbol que varios vecinos ayudaron a tranportar hasta su casa, pero finalmente sólo sirvió para que su gato durmiese en ella ya que sólo me quedaba dormida si me hacía un hueco en su cama. Crecí y dejé de perseguir a las gallinas para ganarme la vida remendando las ropas viejas de los del pueblo mientras la abuela cuidaba del huerto. Algunas veces venía alguna vecina para que la abuela le aliviase un dolor de huesos con algún ungüento o le enseñase a coger buenas setas. Otras simplemente se reunían ella y otras comadres alrededor del fuego a jugar a las cartas mientras buscaban pareja a las jóvenes casaderas.

Y una mañana desapareció. En el pueblo la intranquilidad corrió como una riada ya que la abuela Paca era conocida por todos como la vieja que arreglaba lo torcido por un poco de leche y pan. Los secretos que su lengua atesoraban se fueron con ella y poco a poco los niños del pueblo volvieron a tener pesadillas. Éstas como sombras los acechaban esperando que cerrasen sus ojos. Lobos, ogros, sangre y gusanos. Pústulas y abandonos susurraban el oído de los soñadores que despertaban entre llantos y gritos. Semanas más tarde los niños comenzaron a enfermar. El médico del pueblo se consumía en la ignorancia pues sus remedios nadan podían hacer con la enfermedades que acosaban a los infantes. La falta de sueño espesaba su sangre hasta que nada podían hacer, no jugaban ni reían, y el pueblo se rindió a la desesperación.

Recordé que un día siendo muy pequeña, la abuela me llevó al bosque en busca de hierbas para curar algunos males. Busqué entre sus cacharros por si encontraba algo que me ayudase a curar a los niños, pero nada, ni hierbas ni ungüentos para curar los malos sueños que espesan la sangre. Entonces me acordé de la canción que mi abuela cantaba cuando tejió mi bufanda. “Teje la araña una nana para que los niños duerman. Teje la araña una nana que la pesadilla tema. Hebra de lana para que su boca no abra, hilo de seda para que sus ojos no vean. Teje la araña un capullo en el que la pesadilla duerma, bajo el cielo estrellado donde los sueños sean, sean la luz bajo la que la araña teja”

Así una noche tomé la bufanda que mi abuela me había tejido y caminé hasta la montaña para buscar a la pesadilla. El camino era tortuoso, lleno de piedras afiladas que dañaban mis pies. Cuando llegó la medianoche encontré su rastro. No era difícil de seguir, huellas de plata y sangre se deslizaban por el camino. Tomé un sorbo de licor de miel para que mi voz no temblase y continué hacia la cima de la montaña a donde se dirigía el rastro. Cuando mis pies tocaron las piedras más altas la vi. Bailaba bajo las estrellas vestida con escamas verdes, sonriente y con grandes manos. Mitad sombra, mitad viento. Bailaba con luces de colores que venían del pueblo, algunas reían y otras jugaban alrededor de la pesadilla, mientras esta siseaba y sonreía. De vez en cuando abría su gran boca y tragaba una de las luces de colores al mismo tiempo que escupía un gusano de sangre que desaparecía en el suelo.

Entonces ocurrió, salió la luna y la pesadilla comenzó a sisear cada vez más fuerte al tiempo que las luces comenzaba a bailar frenéticamente alrededor de su boca. Supe que ese era el momento. Salté ante ella y agarré su largo cuello con mi bufanda. Gritó y silbó hasta que mi pelo se volvió cano y mi piel se arrugó con el terror. La bufanda se fue estirando rápidamente y fue envolviendo a la pesadilla como por arte de magia hasta que la cubrió totalmente, mientras ésta no dejaba de agitarse y silbar. De pronto dejó de moverse. El capullo que había creado la bufanda se estiró sobre si mismo, se elevó unos metros y desapareció con un sonido seco como cuando se golpea con un gran libro una mesa.

Quedé muy cansada y bajé al pueblo por el mismo sendero que había seguido a la pesadilla. Bajo la luz de la luna llegué a casa a duras penas, tanto que me quedé dormida en la mecedora de la puerta.

Me desperté con la risa de los niños. Cantaban una canción mientras bailaban a mi alrededor.

La abuela Paca, la abuela Paca. Flaca como un palo y blanca como la luna. Cuelga cascabeles a lo gatos y plumas a las cunas. Se mece todas las noches, esperando que llueva. Canta todas las noches despacio, la nana de las cuevas. Teje, teje como araña esperando que mañana no veas, la bella red con la que caza cosas feas”

viernes, 10 de agosto de 2007

El té de la mañana

El agua había comenzado a hervir. Tomó la tetera con un par de cucharadas de té negro y un poco de corteza de naranja. Vertió el agua y esperó. Mientras pensaba en Gabriel, el chico extraño al cual había alquilado la habitación. Las primeras semanas de convivencia fueron complicadas y aún así se habían ido adaptando el uno al otro. Tenía horarios intempestivos. Trabajaba, según decía, en un proyecto de último curso de una carrera de letras. El tema de trabajo, los sueños a lo largo de la literatura. Por no hablar de esas extrañas conversaciones telefónicas que mantenía a medianoche.

El té estaba listo de manera que tomó el colador y se sirvió una generosa taza. Añadió algunas gotas de leche y un par de cucharadas de azúcar. Camino del estudio se encontró con Gabriel. Sus ojeras hablaban por él. Había vuelto a tener una larga noche de trabajo junto a los libros con los que tan comúnmente lo veía. Julián hubiese preferido que hubiese venido de alguna juerga. Hubiese sido menos preocupante. Se saludaron con un forzado buenos días y cada uno siguió con su camino. Gabriel a la cocina y Julián al estudio. Otra cosa que lo inquietaba era que tras un par de meses los datos que había acumulado sobre Gabriel eran escasos. Parecía como sino tuviese otra vida que no fuese la de los libros que atesoraba y leía noche a noche con una ansiedad obsesiva. Calculaba en unos trescientos volúmenes los libros que se habían ido sumando a los suyos durante estos últimos meses. Eso sí de temática lejana a lo que él había estado leyendo. Historia y mitología griega y romana, esoterismo, psicología, metafísica y algo de anatomía. Esto último lo recuerda con especial desagrado ya que hojeando estos libros fue donde encontró fotos sobre la disección de un cerebro, fotos que le dieron pesadillas durante un par de días.

Se sentó delante del ordenador, y mientras se encendía tomó un sorbo de té. Sus pensamientos sobre Gabriel fueron sustituyéndose por pensamientos sobre la casa. Estaba muy orgulloso de cómo había quedado ésta, en especial de su dormitorio y el estudio. Con el primero todavía no se había decidido a poner el cabecero barroco que había encontrado sobre su cama, pero aún así le gustaba sentarse delante de él algunas noches y seguir observándolo. Con cada vistazo aparecían nuevos detalles que desplazaban su atención sobre los descubiertos días anteriores. Descubrió un gato que sonreía como el del cuento de Lewis Carroll, incluso uno que le recordaba mucho al gato de Silvia, Hamlet. Descubrió un barco sobre el mar que se veía al fondo. Descubrió lo que parecía un ángel que espiaba desde una nube como si estuviese al acecho. Descubrió que la vieja que compraba el pan se parecía mucho al retrato de un cuadro ajado que encontró cuando hizo la primera limpieza y si algún momento pensó que esto era una mera casualidad, le inquietó más el hecho de que curioseando con una lupa la vieja miraba al espectador de la cabecera. Se sorprendió con hasta que punto habían prestado atención a los detalles de la cabecera.

Tentado por el mundo exterior se puso a hojear algunos periódicos digitales mientras bebía el té con sorbos cortos. Todos contaban las mismas cosas. La situación política del país, que no era muy distinta a la de hace un año, dos partidos enfrentados por el poder como dos perros hambrientos que se pelean por el mismo trozo de carne. Algún fichaje nuevo de algún equipo de fútbol. Seguían muriendo inocentes, y no tan inocentes en oriente próximo. Al llegar a las secciones de cultura se sorprendió así mismo leyendo con todo detalle las críticas de los nuevos libros, cosa que se juró que no haría mientras escribía el suyo. Había una nueva exposición en el museo de arte moderno de la ciudad llamada “Sueños mientras el mar susurra”. Pensó que quizás fuese una buena ocasión para invitar a Silvia y a su amiga rubia a dar un paseo.

Terminó el té y fantaseó un poco con las figuras que habían formado los posos. Podían ser cualquier cosa, un gato, una nube o una niña pequeña. Cerró todos los periódicos y dejó de imaginar como sería un encuentro con la amiga de Silvia. Abrió el archivo del capítulo con el que estaba y…

… entonces ocurrió se escuchó un fuerte silbido seguido de un golpe seco que hizo temblar la casa.

… venía de la cocina, donde estaba Gabriel.

Un martes cualquiera (Artista invitada: Kandela)

Silvia se ha levantado con dolor de cabeza. Demasiadas historias en su cabeza. Lo que le contó anoche Julián le parece afán de protagonismo. Su mejor amigo se parece en eso a su hija, que no se les puede dejar solos, no paran de llamar su atención. Y Julián es propenso a inventarse historias. Ahora que se acaba de comprar una casa con vistas al cementerio tiene la excusa perfecta. Que su inquilino es raro. Raro es el nuevo director que no para de criticarla, que si coge el violín de forma rara, que si ha desafinado. Ella no desafina, lo sabe todo el mundo. Y el violín suena perfecto, no desafina tampoco el violín. Pero el tipo este no para de darse importancia. Supone que por el mismo motivo que todos, está desplegando su cola de pavo real ante la jovencísima y guapísima Claudia, la pianista estrella.

Dolor de cabeza y de ovarios. Mira sus braguitas nuevas manchadas y piensa que no ha podido empezar peor su día. Le espera un nuevo atasco, un nuevo día de perros, llevar a su hija a la guardería, mostrarse sonriente para que María no se preocupe. Y no sabe cómo pero aun así preguntará si pasa algo raro, como si tuviera un sexto sentido, tan intuitiva como Julián. A lo mejor me sale escritora también, piensa. Y se pregunta cómo va a tocar bien si la música se siente, y lo único que siente ella últimamente es ganas de escapar. A lo mejor podría darle ese matiz al violín, pero se teme que no gustará especialmente al nuevo director, tan minimal él, tan propenso a los sentimientos contenidos.

Se levanta despacio, intentando no hacer ruido para que María duerma plácidamente cinco minutos más y ella poder tomar su café en silencio, disfrutando de la brisa del mar en la terraza. Como todas las mañanas su gato se despierta con ella y comienza a ronronear, le acaricia y se apoya sobre su pecho, reclama sus mimos y juega cinco minutos con él, con desgana, con cariño, ese gato rubio y blanco que la vuelve loca. Se lo regaló su hermana al poco de separarse, para que no faltara un macho dominante en casa, menudo humor negro que tiene la jodía, piensa cada vez que la ve. Y no se le ocurrió otra cosa que llamarle Hamlet, por sus andares de príncipe, y por aquello de que los gatos pueden hablar con los muertos. Pues espero que no, le contestó ella y el primer día que pisó su casa, tan pequeñito que hasta su propia hija tuvo ganas de protegerlo.

Un café y una ducha rápida. El gato la ha entretenido demasiado y ya llega tarde. María duerme plácidamente, agarrada a su peluche, un osito rojo y blanco que ya ha pasado por varios primos y tiene un aspecto sucio y desarrapado pero que teme tirar porque parece el juguete favorito de su niña. Se frota los ojos, cómo te gusta dormir, mi amor, la susurra, ya tienes preparada la leche, corre.

Se termina de vestir, de pintar, de vestir a su hija, que también se quiere pintar pero que no la deja, que eres demasiado pequeña, cielo, cuando crezcas, y la niña protesta pero en seguida se distrae con el gato, que corre por el pasillo hasta esconderse debajo de la cama. En el coche pone las Variaciones de Shöenberg a ver si así se relaja. Saluda al portero, ata a la niña y al doblar la esquina, por un momento y sin estar demasiado segura le ha parecido ver una figura por el espejo retrovisor parecida a la descripción que le dio la noche anterior Julián: un tipo alto, joven, moreno, con gafas de pasta negra. Tendrá que preguntarle si usa unas Converse All Star en azul desgastado y una camiseta de Pearl Jam.

sábado, 4 de agosto de 2007

El Inquilino

La tarde caía sobre la ciudad cuando Silvia terminó su ensayo. Estaba cansada y quería volver a casa, darse una ducha e irse a la cama. Lo necesitaba, hoy no había estado especialmente inspirada con el violín y quería olvidarse de su día de trabajo. Estaba buscando las llaves del coche cuando recibió una llamada de Julián. Le dijo que quería hablar con ella, que ayer había tenido un día un poco raro. Tras un par de evasivas, finalmente accedió a una cena rápida en el paseo marítimo. Pensó con resignación que la ducha tendría que esperar.

Lo primero que le dijo Julián es que había logrado alquilar una de las habitaciones. Recibió una llamada ayer por la mañana de un chico con voz grave que quería alquilar una habitación en un lugar tranquilo y céntrico. Quería ver la habitación cuanto antes, pues decía que sólo estaría un par de días en la ciudad y a su vuelta quería tener solucionado el problema del alojamiento. Julián prosiguió describiendo al chico. “Alto y delgado, muy serio, con gafas de pasta negra que escondían unos ojos negros que no paraban de mirarme fijamente”, dijo. “Se presentó como Gabriel. Estuvo mirando la habitación y las vistas. Le pregunté si le disgustaban las vistas al cementerio, que si era así podía acomodar otra de las habitaciones, algo más pequeña, que mira al mar. Dijo que no hacía falta”. Paró su relato para morder un pedazo de pizza. Silvia lo miró y le preguntó si al final se había quedado con la habitación. Julián le dijo que sí y que le había pagado de inmediato, de manera que Silvia le preguntó que entonces dónde estaba el problema. Julián soltó un largo "pues..." de manera indecisa. “Verás, lo extraño ocurrió después” dijo, “Cuando se fue, me dijo que quería dejar unas cosas en la habitación y que necesitaría un par de estanterías”. “Dejó una caja con libros y una lámpara antigua de esas de los barcos que funcionan con aceite y se fue diciendo que volvería en una semana”. “Anoche estaba a punto de irme a la cama cuando sonó el teléfono, cuando lo cogí no escuché a nadie al otro lado del auricular pero escuchaba el sonido del mar, como en una caracola de manera que colgué”. Silvia le dijo que seguramente habría sido una equivocación y que al no escuchar una voz conocida no le contestó. “Ya, eso pensé yo, pero lo extraño es que mientras intentaba escuchar alguna voz me pareció ver que había luz en la habitación que había alquilado. Al colgar, la luz se apagó. Cuando me acerqué a la habitación todo seguía como la dejé, con la caja de libros y la lámpara”. Silvia le dijo que podía haber sido alguna luz que se colase por la ventana. Julián la miró con cara de preocupación y le dijo que prefería que la luz viniese de la habitación ya que la única ventana que tenía daba al cementerio.

Tras la conversación sobre el nuevo inquilino de Julián, Silvia desplazó la conversación a otros derroteros menos inquietantes. Le preguntó cómo iba su libro, que si le quedaba mucho. Él le dijo que no había tenido mucho tiempo para escribir durante la mudanza y los arreglos de la casa, pero que ahora que había terminado la vorágine, había vuelto a sentarse delante del ordenador sin mucho éxito. Estaba atascado en la trama argumental ya que veía que iba a perder el interés del lector si no buscaba algo que lo enganchase. Comenzó a describirle parte de la trama pero cuando Silvia bostezó con cierto disimulo, Julián comprendió que su amiga estaba realmente cansada, de manera que se disculpó y le dijo que era tarde, que era hora de volver a casa.

Cuando Silvia se puso bajo el chorro de agua de la ducha no se lo podía creer. Había sido un día realmente largo. Dejó que el agua caliente corriese y corriese por su cuerpo, dejando que arrastrase la tensiones del día, incluidas las preocupaciones que le había contagiado Julián. Pensó en lo que le había contado. Ciertamente era extraño pero seguro que había una explicación para todo aquello, y tarde o temprano se enterarían.

jueves, 2 de agosto de 2007

Se alquila habitación

Tenía que reconocer que era un buen anuncio porque cuando lo leyó jamás pensó que la casa iba a estar en tan mal estado. Julián tenía la esperanza de haber encontrado la oportunidad que estaba buscando. Hogar amplio con cuatro dormitorios, cerca del centro, con hermosas vistas, precio a discutir. Lo que encontró fue algo muy distinto. Casa ruinosa llena de basura, en una parte del centro donde solo los borrachos se acercaban a aliviar la vejiga. Y lo de hermosas vistas, bueno, el anuncio no decía que era la antigua casa del guarda del cementerio de San Miguel. Eso si, el precio era razonable. Julián estuvo pensando durante varios días la oferta hasta que finalmente se decidió favorablemente, no podía negar que era un sitio tranquilo y barato, las vistas eran prescindibles.

El señor Golai, el de la inmobiliaria, era de esos tipos que junto a un aspecto inquietante presentaban un comportamiento aún más extraño. Alto, pálido y con cejas muy pobladas. De pocas palabras siempre terminaba cualquier comentario con una sonrisa claramente forzada. Lo único que Julián pudo saber sobre la historia de la casa es que la mujer del antiguo propietario fue ingresada en el sanatorio de las Hermanas de Santa Catalina. En ese momento estuvo por echarse atrás, pero necesitaba encontrar un lugar donde vivir, y los actuales precios no daban mucho donde elegir. Firmó las escrituras y el señor Golai suspiró aliviado, gesto que turbó más si cabe la tranquilidad de Julián.

Las primeras semanas llenaron la casa de albañiles, fontaneros y electricistas que aumentaron la habitabilidad de la misma. Los antiguos muebles fueron sustituidos por versiones más acogedoras procedentes de una cadena de tiendas italianas. La madera de cerezo eliminó ese olor a carcoma y polilla que llenaba el salón. Junto a la chimenea emplazó un par de sillones de color verde a juego con las cortinas. Sillones que invitaban a una taza de chocolate caliente junto a un buen libro. Eliminó los fogones de la cocina emplazando en su lugar una vitro cerámica de esas que no hace falta limpiar. Quitó el papel pintado de los dormitorios y los pintó de colores cálidos y agradables con nombres frutales. Lo único que no tiró fue la cabecera de la cama del dormitorio principal. Parecía una antigua obra de arte, un poco recargada pero que en general daba buenas vibraciones. Ésta estaba dividida en cuatro secciones, las dos patas, el centro y la parte superior. La pata derecha parecía el tronco de un gran árbol que nacía del suelo, y cuyas ramas se adentraban en el tablero central. El tronco estaba lleno de agujeros y por cada uno de ellos miraba un gato. Las ramas estaban llenas de búhos y alondras con distintas poses. La pata izquierda era una gran torre en la que incluso los ladrillos estaban tallados sobre la madera. Al contrario que el tronco del árbol solo tenía cinco ventanales por los que se asomaban algunos personajes, excepto el cuarto que parecía vacío. Desde el último se veía lo que parecía un mago que observaba el cielo con un catalejo. La parte central representaba en un primer plano una ciudad medieval con un puerto. Al fondo se veía el mar y a la derecha un bosque. A primera vista la ciudad parecía desierta, pero una mirada más atenta revelaba más detalles. Una vieja comprando el pan en lo que parecía un mercado, un joven arrodillado junto a una dama o un chico jugando con un perro entre otros. La madera de la parte superior de la cabecera tenía un tono más claro. Representaba un cielo lleno de nubes con una gran luna sobre ellas. Las nubes insinuaban algunas formas que parecían convertirse en objetos y animales. En resumidas cuentas, la cabecera de la cama era impresionante.

Dos meses más tarde la casa parecía otra. Reservó uno de los dormitorios como un estudio mientras que arregló los otros dos para poder alquilarlos. Los gastos en la remodelación de la casa habían sido excesivos, en especial las obras realizadas en el salón. Ahora éste se dividía en dos, uno más amplio y moderno con las funciones de comedor y lugar de encuentro y otro destinado a convertirse en una pequeña biblioteca con dos sillones y una chimenea.

Las preocupaciones económicas no tardaron en hacer la suficiente presión sobre la vida de Julián como para que éste se decidiese a alquilar una de las habitaciones. Llamó a un periódico local y a la siguiente mañana apareció en la edición del jueves el siguiente anuncio:

"Se alquila habitación luminosa en una casa del centro de la ciudad.

Totalmente reformada.

Zona tranquila sin problemas para el aparcamiento.

A dos minutos de la parada de metro de San Miguel.

Precio a convenir”

martes, 24 de julio de 2007

La estrella perdida

Era una de esas noches en las que algún infierno abría sus puertas llenando la ciudad con el calor de sus calderas. Arturo fumaba en la terraza. Hacía cinco minutos que se había duchado y volvía a estar empapado en sudor. Miraba con envidia a los vecinos y a su nuevo aire acondicionado, mientras releía recuerdos más agradables. De pronto sonó el teléfono. Era Julia. No podía dormir. Le contó que tras una hora de vueltas en su cama había decidido buscarse a algún desgraciado sin aire acondicionado y con ganas de tomar un par de cervezas junto a la playa.

Buen plan. Se armó para la ocasión con bañador roído, camiseta de Heineken y chanclas de casa y salió por la puerta del horno en el que se había convertido su casa. Cuando recogió a Julia no pudo evitar una sonrisa lasciva. El calor del verano contribuía a resaltar la figura femenina. No era la más guapa ni tenía un cuerpo diez, pero ese vestido de lino blanco le transportó fuera del mundo un instante. Pasaron por un chino y después de un regateo lograron que le vendiesen un par de litros de cerveza fuera de horario. Cogieron la moto de Julia y llegaron a la playa en veinte minutos.

Se mojaron los pies y se sentaron en las rocas. Hablaron del pasado, cerveza en mano, recordando las anécdotas, los amigos, sus años de universidad, sus viajes y sus antiguas parejas. Hablaron de los conciertos de aquellos grupos que empezaban y que ya habían desaparecido. Hablaron de los problemas del trabajo. Hablaron y hablaron hasta que la mañana los sorprendió en el último trago de la cerveza. Se miraron y supieron que su noche había pasado. Que los esperaba una ducha antes del trabajo. Subidos en la moto los pensamientos se adueñaron de cada cabeza. La de Julia, se arrepentía por no haberse lanzado, por no dar ese beso, por no atraerlo hacia ella para sentir sus brazos para caer después en esa locura de pasión y sudor. La de Arturo, donde estaba la duda del vestido de lino blanco, donde estaba el miedo al cambio mezclado a partes iguales con deseo y ternura.

Llegaron a casa de Julia, aparcaron la moto y se despidieron sin muchas ceremonias, cansados por la noche en vela. La calle comenzaba a retomar la vida diaria antes de que el calor volviera a hacer estragos con sus habitantes.

Fue una de esas noches impredecibles de las que se recuerdan años más tarde mientras fumas en otra terraza o das vueltas otra cama, con la sensación de que pasó una estrella fugaz y se te olvidó pedir un deseo.

viernes, 20 de julio de 2007

La Forja

El viento soplaba con fuerza robando el calor de aquellos que comenzaban la mañana. En el pueblo sólo la luz de la forja permanecía encendida, como un faro en la madrugada. Raúl se dirigió hacia ella con los ojos aún ausentes por el sueño interrumpido, arropado con una manta de lana, consciente del duro trabajo que iba a comenzar. Al llegar a la herrería se despojó de las pesadas ropas que lo protegían del frío invierno. Puso varios trozos informes de hierro en el fuego de la fragua y esperó. Trozos obtenidos en el río de los sueños, bajo un cielo coronado por miles de estrellas. Tomó carbón y alimentó las llamas con los recuerdos ennegrecidos por el dolor. Tomó el fuelle, le dio aire con el que respirar y poco a poco el carbón se fue consumiendo. Mientras el metal en bruto iba robando protagonismo del sol que comenzaba a despuntar. El deseo de dar forma avivó el fuego con cada soplo del fuelle.

Tomó el metal incandescente con las tenazas y lo puso sobre el yunque. Tomó con su otra mano un pesado martillo y lo dejó caer con fuerza sobre el pedazo informe de hierro. Una y otra vez, una y otra vez mientras el pueblo despertaba de su largo sueño. A cada movimiento, el martillo pesaba más. Su mano quedaba entumecida por la fuerza de los impactos y sin embargo la voluntad se tornó forma, y lo que antes era irreconocible, comenzaba a insinuar su futuro. Pero todavía quedaba mucho trabajo. Sumerdió la pieza en la pila de agua fría antes de que el calor de la fragua lo abandonase por completo. Lo templó con frialdad y decisión. Sin miedo a que se quebrase por las aguas del río. Descansó mientras engullía una manzana. Dejó que sus pulmones recuperasen el aliento.

Pero los sueños son poderosos, y no tardó en escuchar la canción del martillo en su cabeza. Volvió a alimentar la fragua con recuerdos ennegrecidos y con el aire de lo nuevo. Y de nuevo el metal siguió su danza ígnea a lo largo de las llamas. Repitió la operación. Tenazas, yunque y martillo. Golpes y chispas. Golpes y chispas mientras daba forma al sueño. La siluetas dieron paso a perfiles más definidos y estos a su vez le terminaron por conceder su identidad. Realizado el esfuerzo abrazó el objeto con las aguas de la templanza.

Y entonces descansó. El sol hacía ya rato que había abandonado el pueblo. Raúl limpió los útiles que le habían ayudado a dar forma a su sueño. Dejó que su deseo se consumiese sobre la fragua. Limpió la ceniza que había quedado pegada a su voluntad con cada golpe. Renovó las aguas de la templanza con la sangre del río. Caminó hacia casa para descansar y alimentarse. Sabía que esa noche mientras dormía nuevos sueños lo asaltarían y sabía que el trabajo de darles forma iba a ser duro.

jueves, 19 de julio de 2007

Entre siesta y siesta

Ayer Ana me despertó de la siesta. Llegó intranquila. Comenzó con un suspiro, y al poco me dijo que lo había dejado con Paco. La siguiente hora fue una enumeración de las más de veinte razones por las cuales había cortado con su novio. A cada una de ellas yo la miraba con mis ojos tristes como si realmente la comprendiese, pero no era así. Era incapaz de sentir su dolor y su desengaño. A la hora florecieron las lágrimas y los llantos. Los reproches dieron paso a la autocompasión mientras el agua de sus ojos corría libremente. Le toqué la mano y ella dijo lo que quería escuchar. Que todo cambiaría. Que mañana él se presentaría ante su puerta pidiendo perdón, suplicando una nueva oportunidad. Pero sabía que no era así, que él esperaba esa excusa como agua de mayo para no azotar a su conciencia con el látigo de su infidelidad. Terminó el café y se sentó en el sillón. Intentó hablar de otra cosa, del trabajo o de mis problemas con el perro del vecino pero inevitablemente volvía a lo mismo, a las razones por la que había terminado con Paco y de lo sola que se sentía ahora. Yo, algo cansado, me mostré algo más cariñoso, pero de nuevo se echó a llorar mientras me decía que como iba a llenar ese hueco en la cama. Me acerqué mucho más a ella y olí el fantático champú de fresas que impregnaba su pelo castaño. Me abrazó durante lo que me pareció una eternidad hasta que sonó el teléfono. Se sonó la nariz y descolgó el auricular, para cinco minutos más tarde despedirse por la puerta con un sonoro beso.

Ayer vino Ana a hablar conmigo. Cuando llegó rebosaba alegría. Me habló de Julio. De sus manos, de sus ojos y de cómo se le pasaba el tiempo junto a él. Durante la charla su sonrisa iluminaba la habitación. Era incapaz de hablar más de cinco palabras sin que se le despertase la risa floja. Las virtudes dieron lugar a los planes de futuro. Se iba a vivir con él en varias semanas. Me dijo que que estaba viviendo algo fantático y de que daba la impresión de que todo iba a ir estupendamente. Su viaje a Italia y su mudanza a la casa de él. Nuestro encuentro no duró mucho, ya que tenía que ir a comprar una cama, decía que la de él era muy pequeña para los dos. Me volvió a abrazar y le desee suerte con un ronroneo. La vi alejarse como varios meses antes, ajena a sus recuerdos, con esperanza y emoción mientras no dejaba de pensar en lo curioso que eran los seres humanos siempre pensando en el pasado o en el futuro. Pronto mi pensamiento cambió por uno más interesante, un sillón y el sol estival lejos de los ruídos de ese desagradable chucho.

sábado, 7 de julio de 2007

Hilando fino la vida

Hilando fino la vida, así es como Pablo se imagina su desarrollo profesional. Lleno de esperanza e ilusión. Lleno de esa chispa que le permitiría encender la hoguera de la felicidad. Todas las tardes, después del trabajo dedicaba tres horas a mejorar. Estudiaba administración de empresas. No quería quedarse toda su vida sonriendo de cara al público en un restaurante de comida rápida. Cuando la gente le preguntaba a que se dedicaba decía que estaba realizando un estudio sociológico sobre las causas por las cuales los humanos acudían a los restaurante de comida rápida, que al fin y al cabo era una manera elegante de decir que era un psicólogo desengañado por la sociedad y que tenía un trabajo de mierda como tantos jóvenes.

Tres horas dedicadas a mejorar el curriculum vitae, dedicadas a ganar puntos de cara al partido de un juego laboral en el que todos participaban. A veces durante ese tiempo recuerda sus años de universidad. Años llenos de una felicidad casi infantil parecidos al cuento de la lechera. Amigos, novias, fiestas, cultura y tiempo libre para gastarlo en más de lo mismo hasta que llegaban los finales. Entonces paraba, le pegaba duro a los libros hasta el año siguiente. Hacía todo como se suponía que debía hacerlo para ser un hombre de futuro, y sin embargo algo falló.

Tres horas dedicadas a mejorar su fallo. Sus notas al terminar su licenciatura no estaban mal. Sabía idiomas tal y como pedían. Le gustaba la posible ocupación que podía desempeñar de manera que se armó, en una mano su historial, en otro su ilusión para enfrentarse al dragón del futuro laboral. El primer combate fue corto y cruel. Todo el mundo hablaba perfectamente más de dos idiomas, prácticas en el extranjero, un par de cursos de perfeccionamiento. Se sintió como un niño que armado con una espada de madera se enfrenta a un legionario.

Tres horas dedicadas a forjar una espada mejor. Investigó, preguntó y observó. Construyó un perfil para mejorar, un patrón a seguir para que no le arrebatasen su oportunidad de vivir trabajando en algo que le gustaba. Para él, la psicología era vocacional. Él era el amigo que te daba ese par de trucos para no olvidar las cosas, para llorar menos en un desengaño amoroso o para no chocar tanto con las gente que te rodeaba. Sabía que el dinero no era lo importante pero hay que comer, moverse de un sitio a otro, descansar bajo un techo o empastarse esa muela que lleva ya un par de meses amenazando con una noche de dolor.

Tres horas dedicadas a un día como mañana. Mañana volvía a tener una entrevista. Mañana tenía un nuevo combate. Mañana parecía un buen día para dar una vuelta al marcador. Mañana volvería a lanzar los dados, cansado y esperanzado al mismo tiempo. Mañana tomaría el lino y el algodón de su vida para poder vestirse con la dignidad que se merecía al fin.

martes, 26 de junio de 2007

La noche

Con la llegada de la noche la ciudad se alivió del sofocante calor que la ahogaba durante el día. El frescor desperezó la vida nocturna y ésta empezó a afinar sus instrumentos como en una orquesta antes de un gran concierto. Los instrumentos de cuerda comenzaron a mecer a los durmientes y mientras la percusión seguía los latidos de aquellos que se preparaban para una nueva velada, el viento susurraba palabras de pasión y crueldad, ambición y amor, desesperación y finalmente, olvido.
Mientras tú, como pescador de palabras te hallabas rendido al sueño, extenuado de un duro día de trabajo, ausente y perdido, dispuesto a dejarte vencer un día más por el cansancio. Una enorme cuerda tiraba de ti hacia la inconsciencia, primero sútilmente como si de un rayo de luz se tratase, pero que poco a poco se convierte en hilo, soga y finalmente cadena... y cae el telón negro.
Final de la obra.
Pablo recogió su partitura, el ensayo había ido de maravilla. Silvia estuvo sublime con ese violín. Sedujo a todos con su melodía, desde lo más profundo como un susurro hasta que envueltos por su música el resto de los instrumentos enmudecieron. Era tarde, y las prisas volvieron a su cerebro. Recoger a María antes de las nueve, preparar la cena y llevar el ordenador a que le echasen un vistazo, una vez más tenía problemas para grabar CD´s. Se despidió de todos rápidamente mientras salía por las puertas del conservatorio.
Cuando por fin se sentó paró el lluvia de actividades que lo había empapado durante toda la tarde. María dormía. La cena había sido un éxito y bueno... no había podido llevar el ordenador, una vez más, quizás mañana.
Volvió a su partitura. Aún estaba incompleta. Aún quedaba mucho por escribir. Abrió las puertas de la terraza, y con los ojos cerrados, dejó que lo inundase el final del día. El calor que desaparecía se convirtió en bombo, el frescor en flautas y clarinetes. El sueño en violines y violonchelos.
Pablo volvía a perfilar una larga noche de trabajo e inspiración.
Inspiración para insomnes.