lunes, 15 de febrero de 2010

La Arena que Cae, el Tiempo que Corre


Pandorium (tercera parte)

El viaje hacia Lisboa en tren estuvo lleno de fantasmas que iban al encuentro de Thomas. En Paris le asltaron las dudas y el miedo de enfrentarse a todo lo que había dejado atrás. Cuando abandonó Lisboa dejó parte de su vida suspendida y volver solo suponía darle cuerda a ese reloj viejo que hacía tiempo que había dejado de marcar sus horas. Poco a poco había ido perdiendo el contacto con todos los que había compartido sonrisas y desdichas. Primero fue Carmen, pero con ella fue fácil. La incertidumbre es una mala compañera para aquellos amores no resueltos. Con Braulio y Joao fue distinto. La vida corre para todos, y para ellos no fue distinto. Braulio consiguió un trabajo de profesor en Coimbra, y su realidad se orquestó como todas, con el amor de una mujer, un par de hijos, perro y casa junto al mar. La vida que venden las agencias de seguros, y donde las amistades perdidas en el espacio y el tiempo no tienen cabida. Joao fue algo menos afortunado. Tras algunos años preparando unas duras oposiciones para la Polícia Judiciária, consiguió un puesto en el distrito de Estrela. Su carrera avanzaba tímidamente hasta que el fracaso del caso de Sao Bento lo hundió. En la huída de Sao Bento un par de ladrones mataron a tiros a un policía y varios transeuntes. Joao no pudo eliminar la culpa jamás y esta pesaba tanto que lo arrastró rumbo al fondo del rio. Thomas supo tras un par de llamadas que malvivía en Estrela con la paga del cuerpo, retirado por incapacidad mental. Quizás él supìese algo de Carmen. Una copa por los viejos tiempos sería fácil de justificar y una conversación sobre Carmen siempre tendría cabida.

Quedaron en un pequeño pub junto a la casa de Joao decorado con viejos discos de jazz. Coltrane, Davis y Getz llenaban la penumbra con melodías azules. Cuando Joao recibió la llamada de Thomas respondió apático que podrían quedar junto a su casa en un par de horas. Thomas lo vió realmente cambiado. Había ganado más de veinte kilos y una prominente barriga lo hacía torpe y lento. Se había dejado un bigote espeso que ocultaba totalmente su labio superior y que se empapaba a cada sorbo que daba a una Sagres. Tenía ojeras de una edad insondable y hablaba con un lento y pesado murmullo. Thomas pensó que estaba destruído pero aún así se mostró agradecido por poder quedar con su amigo. Éste le llevó un libro que quería que Thomas le dedicase a un sobrino suyo, que no creía que su tío fuese amigo de Thomas Figueroa. Hablaron durante horas sobre los viejos tiempos, lo que pareció un bálsamo para la quemada alma de Joao. Hablaron de sus años de universidad, del Barrio Alto, de las chicas y de las fiestas de madrugada. De su viaje a Amsterdam y Paris, de sus sueños y pesadillas y finalmente de Carmen. Joao no sabía mucho de ella. Se había ido a estudiar inglés a los Estados Unidos y allí había conocido a un joven profesor de literatura en Boston. Con su boda terminaron el intercambio de correos. Suponía que debía de vivir feliz como Braulio, pero no podía afimarlo con seguridad. Sin embargo se asombró que después de tantos años Thomas le preguntase por ella. Creía que él se había olvidado de ella hacía más de diez años. Joao lo miró fijamente a los ojos, y vió que no. Hay fantasmas que te perseguirán de por vida, no importa lo lejos que hayas llegado pensó. Thomas estuvo a punto de contarle sus razones, pero pensó que quizás no fuesen razones, quizás solo fuesen excusas. Se despidieron con un abrazo. Thomas prometió que no dejaría pasar el tanto tiempo hasta su próximo encuentro.

A la mañana siguiente Thomas contactó con un par de personas en la oficina de censo en busca de más información sobre Carmen. Tras una larga conversación telefónica de más de cuarenta minutos accedieron a revelarle los datos que poseían sobre Carmen Moreira. Seguía viviendo en Boston, pero no pudieron darle su dirección. Esa misma tarde compró un billete de avión hacia Boston. Debía seguir moviéndose. De regreso al hotel volvió a sentir la presencia del cazador, alimentado por sus fantasmas. Estaba allí esperando un paso en falso. Thomas no durmió esa noche. Estuvo observando la caja durante toda la noche, no decidiénose a abrirla. Era su privilegio, por lo que había pagado y por lo que el cazador estaba al acecho, pero el daba miedo abrirla. Le daba miedo pensar que todo lo que había sacrificado no tenía sentido. Tocó la caja, sus bordes, su cerradura y sus bisagras. Acercó su oído he imaginó una antigua voz que le susurraba, la voz del cazador que le prohibía abrir la caja, que le suplicaba que no lo hicisese.

Sonó el teléfono. La recepción del hotel le informó que su taxi para el aeropuerto lo esperaba. Thomas tomó sus cosas, pagó el hotel y subió al taxi. Camino del aeropuerto amaneció y vió a Lisboa bajo la luz de la mañana. No pudo evitar que su ojos se le humedeciesen. Tocó la caja dentro del bolsillo de su chaqueta y pensó que abriría la caja pronto.