domingo, 29 de junio de 2008

Tras la ventana de la Orca Varada


   El Baile del Hurón Azul (Cuarta Parte)   

   Han pasado varios días desde la última vez que escribí en este diario, pero las causas están justificadas. El Hurón Azul ha estado amarrado una semana en el puerto de Stornoway esperando a que el cliente de Enrico Roversi subiese finalmente a bordo. Pero no son los únicos hechos que allí han sucedido, la tripulación del barco a aumentado inesperadamente su número en dos.

   Llegamos a la capital de la Isla de Lewis al amanecer. La ciudad comenzaba a despertarse mientras el mercado del puerto era un hervidero de pescadores que vendían las mejores piezas a los comerciantes más madrugadores. En cuanto desembarcamos parte de la tripulación se dirigió a una cantina de dudosa reputación según me dijo Ramón de Bidasoa. Yo me deje convencer facilmente por éste último para dirijirnos a un par de comercios para buscar un desayuno como Dios manda y una hora más tarde estaba disfrutando de un buen café y un par de tostadas en el jardín trasero del noble comercio de los Hermanos Lipton. No acabábamos de pegar el primer mordisco a la tostada cuando Enrico Roversi se unió a nosotros con una cara de preocupación que nada tendría que ver con el te que traía. Bidasoa, previendo la incomodidad de la situación optó por llenar la tertulia de temas banales relacionados con la gastronomía de su tierra. Tras el desayuno, los hermanos Lipton nos aconsejaron una posada algo alejada del puerto, pero que decían que tenína buen servicio y que sobre todo camas limpias.

   Tanto Bidasoa como yo nos acomodamos rápidamente a la vida de la ciudad, y al día siguiente repetimos desayuno con los Hermanos Lipton, esta vez sin la compañia del italiano. Durante esa mañana fue cuando me tras un rato de interrogatorio me reveló que la parada en el puerto de Stornoway se debía a que en éste se uniría a nosotros uno de los organizadores del viaje, y también cliente de Roversi, lo que explicaba parte de su nerviosismo. Aunque intenté que me hablase algo más del individuo me contestó con evasivas y finalmente dejamos de hablar del tema.

   Tres días más tarde a tripulación del Hurón Azul se comenzaba a inquietar. No eran hombres de tierra más allá de la que existe debajo de las camas de sus familias. Llegó a mis oidos la existencia de alguna pelea en un antro de la ciudad llamado la Orca Varada. Los ciudadanos al saber que éramos parte de esa tripulación comenzaron a mirarnos con suspicacia pero la cosa no llegó a mayores gracias a la elocuencia de Bidasoa. De todas maneras esa misma tarde pasamos por el Hurón Azul para hablar con el capitán. Nos contó que él, al igual que el resto, estaba inquieto con la espera y que ya había advertido a la tripulación que no responderían por nadie si la justicia de la isla decidía castigar sus actitudes, pero siempre había en el conjunto ese par de individuos dispuestos a saltarse las reglas por un par de monedas y algo de acción. También nos dijo que finalmente unos de los patrocinadores del viaje se uniría a nosotros dentro de tres días y que hasta entonces disfrutásemos de la tierra firme y que si teníamos ocasión nos dejásemos ver por la Orca Varada. Nos dijo a modo de consejo “Un par de cervezas con algunos marineros pueden mejorar el trato de vuelta a la mar¨.

   Siguiendo el consejo del capitán aparecimos por la Orca Varada para tomarnos alguna cerveza por la tripulación. Una vez superado el rechazo el olor a salitre y a cerveza que reinaba en el lugar pudimos extrechar lazos con la tripulación. Si bien mucho de ellos simplemente nos ignoraban, encontramos en David Marfil y algunos de sus compañeros un grupo amigable. Se pasaban el día con bromas, partidas de dados y cantando canciones de puerto, acompañadas por la guitarra de José Paredes, un simpático gaditano de ojos saltones. Entre cerveza y cerveza entre gentes de lengua extraña, nos declaró que echaba bastante de menos su tierra, pero que la Pepa, su guitarra, traía el sonido de la Tacita de Plata con ella para aliviar la añoranza. David Marfil nos contó entre chiste y chanza que las mujeres de aquella ciudad no eran como las de su Cartagena. Nos contó que a partir de puesta de sol, algunas mujeres de mundo llegaban a la Orca Varada a ganarse el sustento vendiendo sus carnes, como en cualquier otro puerto del mundo. Le pregunté si la lengua no era una barrera, y se rió con grandes carcajadas, y me dijo que la lengua era de las mejores cosas que traían consigo, que solo el dinero era una barrera. Nos dijo que de todas las que venían había una pelirroja de ojos verdes por las que se había dejado engatusar un poco, y que esa noche probaría suerte.

   Los restantes días los pasamos disfrutando de los desayunos de lo hermanos Lipton y ya caída la tarde, tomando alguna cerveza con el grupo de David Marfil. No supimos de Enrico Roversi hasta que José Paredes nos dijo que el italiano había ido tierra adentro a buscar a “el de los dineros”, pero que llegaba mañana como viento para llenar las velas. Le preguntamos a David por la pelirroja y nos dijo con una gran sonrisa que habían echado un buen rato y que prometía repetir. Y que si de la lengua hablaba, bueno por la que yo le había preguntado, chapuceaba un poco de francés y que con eso se entendían entre besos y caricias. Al caer la noche lo vimos como se dirigía hacia la puerta con sonrisa de gato callejero.

   Al día siguiente el cielo amaneció gris. Me levanté con un ligero dolor de cabeza producto de la noche anterior. No obstante el desayuno de los hermanos Lipton se me antojó delicioso, quizás porque sabía que iba a vover pronto al pan seco y al te sin leche. Bidasoa, al contrario estaba radiante. La aventura lo animaba y ese día estuvo haciendo algunas compras para el viaje. Sobre todo comida y bebida, pero también alguna ropa más de abrigo, conducta que seguí por no saber a que nos podíamos enfrentar. Al caer la tarde nos acercamos a la Orca Varada a ver a David y a los suyos. Todos parecían contentos porque sabían que la partida no se haría esperar mucho más, todos menos David, que tras una hora de canciones me declaró mientras estabamos vaciando la vejiga que estaba enamorado de Madelleine, la pelirroja que había estado viendo estos días. Que éstos, los había pasado con ella como no los había pasado nunca con mujer alguna. Muy serio puso sus manos en mis hombros y me dijo que pensaba dejar el Hurón Azul y escapar con Madelleine hacía Escocia. Asombrado mi primera reacción fue la de decirle que sólo la conocía desde hacía pocos días, pero viendo como su rostro se iba oscureciendo algo más le apoyé en su decisión. Se despidió de mi con un abrazo y me dijo que se iba a buscarla que esa noche huirían hacia el sur de la isla, lejos de su marido. Al volver a la fonda me uní al grupo con cierta preocupación por lo que acababa de escuchar y no fue hasta dos horas más tarde cuando mi preocupación se hizo sólida. Escuché unos golpes en uno de los cristales de la Orca. Cuando miré vi la silueta difusa de David que nos indicaba que saliésemos sigilosamente de la taberna. Al verlo comprendí que algo había salido mal. Tenía sus ropas llenas de sangre y llevaba en su brazos a un chico pelirrojo de no más de ocho años. Junto a ellos con rostro ausente estaba Madelleine con la ropa también manchada de sangre y con signos de haber participado en la reyerta. Me dijo que necesitaba nuestra ayuda, que ya no podía viajar hacia el sur, que ahora se había convertido en un asesino. Volví a entrar en la taberna rápidamente y salí con Bidasoa y los otros. Hablamos durante varios minutos y al final Bidasoa dijo que lo más sensato sería, tratandose de nuestro amigo, ocultar a Madelleine y al niño en el Hurón Azul ya que éste probablemente partiría en cuanto volviese el italiano. Que más tarde podrían desembarcar en otro país. Él ofreció su camarote para esconderlos y yo animado por la gravedad de la situación ofrecí el compartir el mío con Bidasoa. Rápidamente nos dirijimos al barco y escondimos a Madelleine y al niño en el camarote de Bidasoa tal y como había dicho sin que el capitán, el guardamaestre o el marinero de guardia se diera cuenta de lo ocurrido. David se quitó toda la ropa ensangrentadas y todos volvimos a la Orca Varada en un intento de aparentar normalidad. Las palabras fueron saliendo poco a poco y tras una ronda, José cogió a la Pepa como si nada hubiese ocurrido.

   Esa misma noche volvió Enrico Roversi, y tal como nos dijo el capitán con uno de los patrocinadores del viaje. Tanto la tripulación como nosotros quisimos ver a tan esperado pasajero, pero a lo único que pudimos ver fue un carruaje negro con un par e caballos. Cuando llegamos junto al Hurón Azul el pasajero ya se encontraba a bordo en su camarote. El capitán nos dijo que mañana partiríamos al alba. Mientras caminaba por la pasarela le pidió a dos de los marineros que venían junto a nosotros que descargasen el equipaje del pasajero del coche de caballos y lo subiesen el barco. Éste consistía en dos grandes baules de roble y acero sin más decoración que la de una etiqueta con el nombre del propietario, Katherine Maxwell.