martes, 30 de octubre de 2007

El Último Vuelo de Ícaro

Si una noche el destino quisiese acusarnos de infieles, esta sería la noche. Con esta afirmación comenzó aquella experiencia que me atormentaría durante años. Todavía recuerdo como el sudor frío inundaba mi frente mientras todo se precipitaba hacía el vacío. Pero déjame que retroceda, pues este no es buen comienzo para esta historia… ¿verdad doctor?

Muchas personas piensan que la verdad es un suceso inamovible, otros que es un recuerdo… Icarus Vhendeni, pensaba que la verdad es un gigantesco prisma por el cual fluye el tiempo, y que tiende a mostrarse según el haz de luz con el que se ilumine, al menos es lo que siempre decía en sus clases de Física del Espacio y el Tiempo. Al igual que su verdad, la imagen que sus alumnos podíamos recibir de él, dependían del día, la hora y la cantidad de café acumulada durante la noche anterior, algunos lo veíamos como un genio despertado de pelo rojizo y encrespado… otros como un loco de pequeñas gafas de montura de bronce quebradas por el devenir de los años. Un último grupo, generalmente femenino, lo veía como un viejo salido de labios quemados con el mismo atractivo de una tarde en el dentista. El caso, doctor, es que comencé a trabajar con él, el mismo día que terminé mi carrera. Mi trabajo de tesis, se titulaba, “Curvatura del Espacio Tiempo bajo Inducción Gravitatoria”, o como solía decir Icarus, Forja de unas Alas para Escapar de la Realidad.

Los primeros meses fueron duros, llenos de trabajo y ansiedad. Uno nunca sabía lo suficiente para estar al nivel del profesor. Cuando no era tal artículo, era tal otro. Las noches estaban llenas de ecuaciones que no comprendía, los días de discusiones por mi falta de conocimiento. Soñaba con dejar el laboratorio como habían hecho muchos otros antes que yo. Llegaron los ataques de pánico, los dolores de cabeza, las inseguridades, y con éstas, los fallos. Lo que para mi era un placer se convirtió en una tortura. Llegaba al laboratorio antes de que amaneciese y trabajaba allí durante todo el día, hasta que mi cuerpo, rendido por el cansancio me exigía volver al casa.

Y cuando pensé que no podía más el Dr. Vhendeni me llamó a su despacho. Jamás lo había visitado, siempre habíamos tenido las reuniones en la sala de juntas del edificio de investigación, pero aquel día me invitó a su cueva, como la llamaba él. Me sorprendió que aún teniendo fama de científico caótico y desorganizado, en su despacho reinaba el orden. En su escritorio sólo había un ordenador portátil y un par de fotografías, y tras éste, un enorme ventanal desde el que podía verse todo el campus. A ambas paredes laterales se hallaban recubiertas de estanterías con libros, algunos de ellos muy antiguos. Y aún así, lo que más me llamó la atención no fue ni el orden, ni los libros, ni siquiera la visión privilegiada del campus reservada tan solo a altos cargos de la universidad, lo que me llamó la atención fue la reproducción de la pintura de Draper que se encontraba al final de la habitación, entre el ventanal y el escritorio. El Lamento de Ícaro. Recuerdo que al ver que mi mirada se perdía en el cuadro, el profesor Icarus me dijo algo así como “Bueno, que esperaba, todos coleccionamos obsesiones”, momento en el que me fijé que todos y cada uno de los libros que se encontraban en la habitación hacían más o menos referencia a la leyenda del que su nombre era partícipe.

La reunión fue corta, sólo me dio un par de consejos y directrices para seguir con la investigación. Me dijo que no me extenuase, que el cansancio era enemigo de los buenos resultados, y que todavía necesitaban ese talento que tenía y por el cual me había contratado. Me sugirió unas pequeñas vacaciones, de manera que me fui un fin de semana a una cabaña a los lagos, a practicar senderismo con unos amigos.

A mi vuelta, de manera más relajada retomé mi investigación. Trabajaba en varias ecuaciones relacionadas con la gravedad y la deformación que causa esta en el tejido espacio-tiempo. Algo realmente complicado para los profanos del tema, pero se lo explicaré de otra manera. Las agujas de un reloj no marcan el paso del tiempo, sino el movimiento de los grandes cuerpos celestes a lo largo del espacio. Mi trabajo consistía en encontrar las relaciones reales entre estos movimientos. No se asuste, seguiré con mi historia ya que veo por su cara que no quiere entrar en tecnicismos.

Como bien le he dicho volví más relajado tras ese fin de semana, y los siguientes meses fueron bastante más productivos. Alternaba largas épocas de trabajo con unos merecidos descansos. Fueron meses felices de los que guardo grandes recuerdos. Conocí a Beatriz, y juntos recorrimos una gran parte de los territorios que rodean la ciudad, desde los lagos hasta las montañas Hawkings. Mi relación con el profesor se consolidó de manera que pasaba más o menos una vez por semana por su despacho para hablar de los avances de mi trabajo. Parecía muy interesado en las ecuaciones que lo relacionaban todo con la energía. Hacía un gran hincapié en ello. Me decía que mi tesis estaría completa en el momento en el pudiese calcular cuanta energía consumía el paso el tiempo.

Semanas más tarde ocurrió el milagro, encontré esa ecuación y sabe lo sorprendente. El paso del tiempo, no consume, sino que genera energía, la energía con lo que se mantiene en movimiento el universo. Cuando lo descubrí corrí hacia el despacho de Icarus. La noticia lo pilló por sorpresa. Me acuerdo que sólo exclama “Oh Dios mío, oh Dios mío, es posible” y que no dijo nada más. Me marché tan excitado como había entrado en el despacho.

Los meses que prosiguieron al descubrimiento fueron una espiral de frenesí y trabajo. El estrés pudo conmigo y con mi relación. Beatriz no podía soportar compartirme con mi trabajo, y finalmente me dejó frente a mis ecuaciones. Mientras tanto, Icarus había estado trabajando con algunos ingenieros en una aplicación práctica de mis ecuaciones. Si, como lo oye, una aplicación práctica. Simple. Sencilla. Monstruosamente real. Para contestar al pregunta. Si, la veo en sus ojos como la veía en el equipo unos días antes del día cero. Si esa duda que todos los seres humanos tenemos alguna vez en nuestra vida. Si, veo el interrogante en sus ojos, y como desean que continué. El principio es sencillo, si el paso del tiempo desprende energía, que ocurre si la aplicamos de manera reversible siguiendo un camino termodinámicamente viable. Los ingenieros tardaron cuatro meses en construir la máquina. Se acuerda de los apagones de Enero. Fuimos nosotros. Necesitábamos energía para los ensayos. Estos eran realmente prometedores. Conseguimos parar el transcurso del tiempo durante un par de días sobre objetos pequeños, desde relojes hasta cámaras de video, manzanas, lo que quisiéramos. Para ellos no pasaba el tiempo. Era increíble. Pero fuimos más allá. Queríamos saber que ocurría si aplicábamos la energía suficiente porque mis ecuaciones decían que podíamos dar marcha atrás a las agujas del reloj. En teoría podíamos invertir la dirección del tiempo, al igual que podíamos pararlo. Con la suficiente energía, pero necesitábamos una nueva máquina.

Icarus tardó varios meses en conseguir el dinero para financiar el proyecto, todo en el más absoluto de los secretos. El equipo tardó quince meses en construir la nueva máquina. Provocamos más de treinta apagones en los treinta ensayos que realizamos. Hasta que todo estuvo listo. El día cero, sólo estábamos en el laboratorio Icarus y yo. Los ingenieros se encontraban controlando las fuentes de energía que eran nuestra principal limitación. Revisamos los fusibles y los parámetros temporales de los ordenadores que controlaban el proceso. Un exceso de energía podría hacer saltar todo por los aires. Activamos el aparato, y el crepitar de la electricidad de los generadores nos indicó que todo estaba listo. El profesor dijo, “si una noche el destino quisiera acusarnos de infieles, ésta sería la noche” y apretó el botón. Entonces el silencio se adueñó de la sala como en los instantes previos a la caída de un rayo. El profesor se acercó a la máquina, a la cámara donde aplicábamos la energía para los experimentos. Abrió la puerta, y entró. Todavía no sé porqué lo hizo, teníamos cámaras para analizar el proceso. Mientras me precipitaba hacia la habitación, la luz volvió y el profesor salió. Su rostro estaba demacrado, en aquellos ojos donde unos instantes había luz, ahora había un cansancio infinito. Le pregunté y pregunté las miles de preguntas que se me pasaban por la cabeza. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Porqué?... ¿Cuánto?... ¿Cuándo? No me respondió a ninguna, solo dijo, “necesito pensar”, apagó el ordenador y se fue a su despacho.

Salí del edificio envuelto en dudas, con la esperanza de que a mi vuelta el profesor respondiese a mis preguntas. Miré hacia el ventanal. Sabía que estaba allí encerrado en un laberinto de ideas incomprensible para mi. Repentinamente el cristal del ventanal se rompió. El profesor salió despedido. El tiempo que duró su vuelo se me hizo eterno. Eterno hasta que cayó y sus sesos se desperdigaron ante mi.

Desde entonces lo recuerdo todo difuso. La policía. El ministerio precintando el edificio. Mis pesadillas. Mi cita con usted…

…El paso del tiempo.

domingo, 28 de octubre de 2007

El animal

Buscaba desesperadamente algún rasgo conocido en esa tierra extraña. Una montaña, colina o río que hiciese saltar sobre mi cerebro aquel resorte que me diría donde estaba. Pero no lo encontraba. Estaba perdido en mitad de la nada, rodeado de miles de árboles, lejos de cualquier señal y con la noche precipitándose sobre el cielo. Lo primero que hice fue refugiarme del frío que estaba por llegar. Éste se había llevado más de una vida imprudente. Me adentré en la cueva, y me deslicé hasta el fondo donde sabía que los dientes del invierno no iban a llegar. Me acurruqué sobre el musgo seco que hablaba de tiempos más húmedos para ese lugar. Cerré los ojos y pesadamente la losa del sueño cayó sobre mi.

No me acuerdo lo que soñé, pero si se que entre sueños, escuchaba como la tierra se estremecía con golpes. Escuché ruídos infernales y recogí olores desconocidos. Desagradables. Caústicos. Olí a madera quemada y a río emponzoñado.

Al despertar y al salir de la cueva todo había cambiado. Ya no me hallaba rodeado de árboles, sino de construcciones monstruosas junto al río. Los olores del bosque habían sido sustuídos por horribles hedores a hombre. A esos animales sin pelo. Habían llegado al bosque y en un inverno habían cambiado a base de fuerza el paisaje que me rodeaba. Quería escapar pero estaba débil tras el largo invierno de manera que fui a buscar comida. Cualquier cosa que me diese fuerza para escapar de lo que me rodeaba.

Olí comida, y me acerqué. Uno de los sin pelo me vió y comenzó a gritar. No tardó en aparecer más sin pelos, todos gritando de forma semejante. Me tiraron piedras, y grité furioso. Daba igual, me tiraban más piedras mientras cada vez habían más. Huí. La comida tendría que esperar, Volvería a la cueva. Pero aquellos sin pelos, me siguieron. Escuché un trueno que caía del cielo. Sentí un pinchazo en mi espalda. Todo se volvió confuso. No tenía fuerzas. Caí. Sentí dolor. Sentí dolor hasta que todo desapareció.

“Entonces dice que no tiene ninguna imperfección”

“Ninguna señora, esta piel es de la mayor calidad, tomada del animal cuando todavía está vivo”

“Por favor, ahórrese los detalles, no quiero escucharlos, por Dios, es de mal gusto”