martes, 24 de julio de 2007

La estrella perdida

Era una de esas noches en las que algún infierno abría sus puertas llenando la ciudad con el calor de sus calderas. Arturo fumaba en la terraza. Hacía cinco minutos que se había duchado y volvía a estar empapado en sudor. Miraba con envidia a los vecinos y a su nuevo aire acondicionado, mientras releía recuerdos más agradables. De pronto sonó el teléfono. Era Julia. No podía dormir. Le contó que tras una hora de vueltas en su cama había decidido buscarse a algún desgraciado sin aire acondicionado y con ganas de tomar un par de cervezas junto a la playa.

Buen plan. Se armó para la ocasión con bañador roído, camiseta de Heineken y chanclas de casa y salió por la puerta del horno en el que se había convertido su casa. Cuando recogió a Julia no pudo evitar una sonrisa lasciva. El calor del verano contribuía a resaltar la figura femenina. No era la más guapa ni tenía un cuerpo diez, pero ese vestido de lino blanco le transportó fuera del mundo un instante. Pasaron por un chino y después de un regateo lograron que le vendiesen un par de litros de cerveza fuera de horario. Cogieron la moto de Julia y llegaron a la playa en veinte minutos.

Se mojaron los pies y se sentaron en las rocas. Hablaron del pasado, cerveza en mano, recordando las anécdotas, los amigos, sus años de universidad, sus viajes y sus antiguas parejas. Hablaron de los conciertos de aquellos grupos que empezaban y que ya habían desaparecido. Hablaron de los problemas del trabajo. Hablaron y hablaron hasta que la mañana los sorprendió en el último trago de la cerveza. Se miraron y supieron que su noche había pasado. Que los esperaba una ducha antes del trabajo. Subidos en la moto los pensamientos se adueñaron de cada cabeza. La de Julia, se arrepentía por no haberse lanzado, por no dar ese beso, por no atraerlo hacia ella para sentir sus brazos para caer después en esa locura de pasión y sudor. La de Arturo, donde estaba la duda del vestido de lino blanco, donde estaba el miedo al cambio mezclado a partes iguales con deseo y ternura.

Llegaron a casa de Julia, aparcaron la moto y se despidieron sin muchas ceremonias, cansados por la noche en vela. La calle comenzaba a retomar la vida diaria antes de que el calor volviera a hacer estragos con sus habitantes.

Fue una de esas noches impredecibles de las que se recuerdan años más tarde mientras fumas en otra terraza o das vueltas otra cama, con la sensación de que pasó una estrella fugaz y se te olvidó pedir un deseo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Real como la vida misma.

Alice dijo...

Este relato me parece bonito, pero eso de que la casa parezca un horno porque no tiene aire acondicionado me suena de algo…… no se donde lo he escuchado….. jejeje.