miércoles, 11 de marzo de 2015

Evitable


La conversación se fue haciendo cada vez más pesada y mis pensamientos solo se centraban en que quería salir de allí y buscar un bar para tomarme una cerveza. Pensaba que no tiene mucho sentido dialogar con quien no escucha, bien porque no quiere, bien porque no puede. Volvía una y otra vez al mismo argumento que justificaba su acción. Me decía que no había otra manera, que tarde o temprano tenía que pasar porque esas cosas pasan y que había que aceptarlo. Asumirlo. Como si fuese fácil, como sino hubiese alternativas. Pienso que siempre las hay, no sé, siempre puedes intentar parar la agresión, gritar, saltar, morder, pelear o llamar la atención, pero quedarse mirando no debe ser una opción. Pero la fue para él, y de nuevo se justificaba. Volvió a contarme la historia desde el principio, como si yo no la hubiese escuchado antes.
Caminaba por la calle, era tarde y no había mucha gente, solo los que volvían a casa después de una noche de marcha cansados y borrachos, solos y alguno acompañado. Y entonces los vio. Era una pareja joven. El no tendría más de treinta. Ella probablemente un par menos, pero era difícil de precisar en la oscuridad. Discutían. El la agarró del brazo, un brazo delgado mientras le decía que no podía irse, que tenían que arreglar lo suyo. Ella le dijo que no que no había nada que arreglar, que se había acabado,  que estaba cansada de sus dramas y soltó su brazo con un movimiento rápido. Ella parecía que había llorado. El maquillaje había corrido hacia sus mejillas. El, un palmo más alto que ella la empujó hacia la pared con un gesto violento del que ella intento escapar sin mucho éxito. Ella gritó y me miró. Me gritó. Y no pude hacer nada. No tengo muy claro que pensé. No se si fue cobardía, o que simplemente no iba conmigo. Ella intento escapar y el volvió a empujarla contra la pared, esta vez con más violencia de manera que pude escuchar el impacto del cuerpo menudo de ella. Ella volvió a gritar, pero no puedo recordar lo que dijo. Su cara mostraba miedo y rabia. Quizás miedo hacia él, y rabia hacia mi porque no hacía nada, o quizás rabia hacia él y miedo hacía mi porque no hacía nada. Porque otro ser humano no paraba esa agresión. Porque miraba mientras su cuerpo chocaba contra la pared sin que una palabra saliese de mi boca. Y entonces ocurrió. Rápido. El metió la mano derecha en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pequeña navaja no más grande que un bolígrafo. Ella volvió a gritar diciéndole que la dejase tranquila, levantando las manos en actitud defensiva. Pero él apartó sus manos con un manotazo de su mano izquierda y movió su mano derecha hacia ella. No pude ver la navaja, pero el rostro de ella se contrajo con dolor. El soltó la navaja y corrió calle abajo mientras ella se desplomaba en el suelo, y yo seguía parado, mirando como un espectador ajeno a lo que ocurría.

Volví a escuchar la historia lleno de rabia pensando que se podía haber evitado, desde el principio, en medio o al final, pero se podía haber evitado. El siguió diciendo que son cosas que pasan, que hubiese arriesgado su vida. Su cara me pareció la cara de un hipócrita, de un cobarde. Una cara que tendría que mirar todos los días cada vez que me mirase en el espejo.

lunes, 15 de febrero de 2010

La Arena que Cae, el Tiempo que Corre


Pandorium (tercera parte)

El viaje hacia Lisboa en tren estuvo lleno de fantasmas que iban al encuentro de Thomas. En Paris le asltaron las dudas y el miedo de enfrentarse a todo lo que había dejado atrás. Cuando abandonó Lisboa dejó parte de su vida suspendida y volver solo suponía darle cuerda a ese reloj viejo que hacía tiempo que había dejado de marcar sus horas. Poco a poco había ido perdiendo el contacto con todos los que había compartido sonrisas y desdichas. Primero fue Carmen, pero con ella fue fácil. La incertidumbre es una mala compañera para aquellos amores no resueltos. Con Braulio y Joao fue distinto. La vida corre para todos, y para ellos no fue distinto. Braulio consiguió un trabajo de profesor en Coimbra, y su realidad se orquestó como todas, con el amor de una mujer, un par de hijos, perro y casa junto al mar. La vida que venden las agencias de seguros, y donde las amistades perdidas en el espacio y el tiempo no tienen cabida. Joao fue algo menos afortunado. Tras algunos años preparando unas duras oposiciones para la Polícia Judiciária, consiguió un puesto en el distrito de Estrela. Su carrera avanzaba tímidamente hasta que el fracaso del caso de Sao Bento lo hundió. En la huída de Sao Bento un par de ladrones mataron a tiros a un policía y varios transeuntes. Joao no pudo eliminar la culpa jamás y esta pesaba tanto que lo arrastró rumbo al fondo del rio. Thomas supo tras un par de llamadas que malvivía en Estrela con la paga del cuerpo, retirado por incapacidad mental. Quizás él supìese algo de Carmen. Una copa por los viejos tiempos sería fácil de justificar y una conversación sobre Carmen siempre tendría cabida.

Quedaron en un pequeño pub junto a la casa de Joao decorado con viejos discos de jazz. Coltrane, Davis y Getz llenaban la penumbra con melodías azules. Cuando Joao recibió la llamada de Thomas respondió apático que podrían quedar junto a su casa en un par de horas. Thomas lo vió realmente cambiado. Había ganado más de veinte kilos y una prominente barriga lo hacía torpe y lento. Se había dejado un bigote espeso que ocultaba totalmente su labio superior y que se empapaba a cada sorbo que daba a una Sagres. Tenía ojeras de una edad insondable y hablaba con un lento y pesado murmullo. Thomas pensó que estaba destruído pero aún así se mostró agradecido por poder quedar con su amigo. Éste le llevó un libro que quería que Thomas le dedicase a un sobrino suyo, que no creía que su tío fuese amigo de Thomas Figueroa. Hablaron durante horas sobre los viejos tiempos, lo que pareció un bálsamo para la quemada alma de Joao. Hablaron de sus años de universidad, del Barrio Alto, de las chicas y de las fiestas de madrugada. De su viaje a Amsterdam y Paris, de sus sueños y pesadillas y finalmente de Carmen. Joao no sabía mucho de ella. Se había ido a estudiar inglés a los Estados Unidos y allí había conocido a un joven profesor de literatura en Boston. Con su boda terminaron el intercambio de correos. Suponía que debía de vivir feliz como Braulio, pero no podía afimarlo con seguridad. Sin embargo se asombró que después de tantos años Thomas le preguntase por ella. Creía que él se había olvidado de ella hacía más de diez años. Joao lo miró fijamente a los ojos, y vió que no. Hay fantasmas que te perseguirán de por vida, no importa lo lejos que hayas llegado pensó. Thomas estuvo a punto de contarle sus razones, pero pensó que quizás no fuesen razones, quizás solo fuesen excusas. Se despidieron con un abrazo. Thomas prometió que no dejaría pasar el tanto tiempo hasta su próximo encuentro.

A la mañana siguiente Thomas contactó con un par de personas en la oficina de censo en busca de más información sobre Carmen. Tras una larga conversación telefónica de más de cuarenta minutos accedieron a revelarle los datos que poseían sobre Carmen Moreira. Seguía viviendo en Boston, pero no pudieron darle su dirección. Esa misma tarde compró un billete de avión hacia Boston. Debía seguir moviéndose. De regreso al hotel volvió a sentir la presencia del cazador, alimentado por sus fantasmas. Estaba allí esperando un paso en falso. Thomas no durmió esa noche. Estuvo observando la caja durante toda la noche, no decidiénose a abrirla. Era su privilegio, por lo que había pagado y por lo que el cazador estaba al acecho, pero el daba miedo abrirla. Le daba miedo pensar que todo lo que había sacrificado no tenía sentido. Tocó la caja, sus bordes, su cerradura y sus bisagras. Acercó su oído he imaginó una antigua voz que le susurraba, la voz del cazador que le prohibía abrir la caja, que le suplicaba que no lo hicisese.

Sonó el teléfono. La recepción del hotel le informó que su taxi para el aeropuerto lo esperaba. Thomas tomó sus cosas, pagó el hotel y subió al taxi. Camino del aeropuerto amaneció y vió a Lisboa bajo la luz de la mañana. No pudo evitar que su ojos se le humedeciesen. Tocó la caja dentro del bolsillo de su chaqueta y pensó que abriría la caja pronto.

lunes, 15 de junio de 2009

Cuando cae la Noche


     Pandorium (Segunda Parte)

Estaba cansado. Hacía varios meses que Thomas no dormía más de un par de horas por día, todo desde que había sellado su destino al comprar aquella caja en Roma. Era tarde y somo siempre que caía la noche Thomas se ponía en marcha. No podía dejar de correr. El cazador estaría ahí, acechándolo, esperando a que bajase su guardia para avalanzarse sobre él. No sabía mucho sobre él, solo un par de anotaciones sobre un libro que apenas recordaba, de sus años de universidad en su Lisboa natal. Guardó sus pertenencias en una mochila. Caía la noche y debía retomar su huída. En invierno era aún peor. Anochecía antes. Praga, junto al castillo. Dejaba la habitación de hotel sin que le hubiese dado tiempo a investigar un poco más una referencia que encontró en el cementerio judío. Quizás podría volver en un par de meses, pero ahora no. Ahora debía ponerse en marcha. Bajó al restaurante del hotel y comió en diez minutos. Un par de tragos de absenta le dieron el suficiente calor para salir a la calle. El invierno había mordido con dureza a Europa y ahora no quería retenerla tanto tiempo como le fuese posible. La calle estaba desierta. Cruzó rápidamente la ciudad hasta la estación de trenes. Esa noche tomaría tres, desde Praga hasta Munich con transbordos en Karlovy Vary y Nuremberg. Un largo viaje de once horas para poner más terreno entre él y el cazador. Para darse algo más de tiempo para encontrar ua solución. El tren estaba en el andén cuando llegó a la estación. Se sentó en el último vagón, en un compartimento solitario. Puso su equipaje sobre el estante que había sobre el asiento y se sentó algo más tranquilo. El viaje continuaba.

Lisboa puede ser un sitio agradable para vivir. Cerca del mar y a las orillas del Tajo. Lejos del frío del norte de Europa o de las lluvias de las islas Británicas. Si has sido estudiante en Lisboa conoces que bares del Barrio Alto abren hasta el amanecer o en que restaurantes puede comerse un buen bacalao junto a una copa de Douro. Todo sin que se pierda una gota de luz mientras el sol se sumerje donde el río y el mar se abrazan. Thomas estudió literatura portuguesa al amparo de una herencia familiar. Ésta le permitió alquilar un modesto apartamento en el barrio de Alfaro. Pessoa y Camoens llenaban su mesa de estudio. Cervantes, Shakespeare y Dante su mesita de noche. Allí conoció a Braulio y Joao, amigos de truculentas noches y cafés en el bar de la facultad. Con ellos se arrastraba desde el Barrio Alto hasta Alfaro a reposar todo el vino que un viernes podía dar de sí. Fue en uno de estos bares, bajo la voz omnipresente de Amalia Rodrigues donde conoció a Carmen Moreira. Ojos negros poderosos de los que se clavan en el alma. No era hermosa, su nariz aguileña estropeaba el conjunto de su cara, pero al mismo tiempo le resaltaba su mirada con una decisión inusual. Siempre llevaba el pelo suelto cayendo como una cascada sobre su espalda. Thomas se hechizó a la primera mirada mientras sonaba "Minha Boca Nao se Atreve" y ella lo supo. Thomas la invitó a un par de vinos y charlaron animadamente de viajes e historia. Él quería visitar Estados Unidos. Ella Francia y Alemania. Cursaba algunas asignaturas de literatura germánica e historia del arte y se ganaba la vida sirviendo en un restaurante de Belem. Los meses pasaron rápidos y él llegó a hacer de ese restaurante un punto de encuentro. A ella le gustaba su compañía. Thomas no le desagradaba. Alto y de ojos verdes. Rubio por herencia materna. Buen conversador. Pero, siempre hubo peros que Thomas no llegó a conocer. Quizás llegó a intuir, pero jamás llegó a conocer. 

Munich era una ciudad burguesa. Carecía de la atmósfera bohemia de Praga y de la explosión sociourbana de Berlín. Gente amable y buena música clásica. Todo negado para Thomas. Solo podría estar allí un par de días. Tres a lo sumo. Se dejó caer derrotado sobre la cama del hotel. Tenía un par de horas para descansar antes de que abriesen los archivos municipales. Se quedó dormido y se despertó sudando. Había tenido una pesadilla y en ella también lo perseguían. Durante la noche por el cazador y durante sus sueños por sus temores. Siempre huyendo. Se aseó rápidamente. Se miró al espejo. Había envejecido. Ya no era aquel muchacho que tomaba el sol en las playas de Faro. Su pelo empezaba a clarear en sus sienes sin que todavía hubiese cumplido cuarenta. Salió del hotel en dirección a los archivos del Alte Rauthaus. El funcionario del ayuntamiento se mostró hostil y reticente a dejarlo rebuscar entre los archivos de la ciudad, pero Thomas siempre se guardaba un par de trucos llegado el momento. Una gran parte de los archivos de la ciudad se habían conservado relativamente bien dado el ataque que sufrió esta durante la segunda guerra mundial. Cuando entró en la habitación donde se guardaban los archivos anteriores al siglo diecinueve no pudo evitar abatirse. Era una habitación poco más grande que el habitáculo de un autobús, con una gran cantidad de papeles, libros y carpetas desperdigados sin orden alguno por todas las mesas y estanterías. Iba a necesitar meses para encontrar cualquier pista que lo ayudase a librarse de su destino. Solo pudo invertir un par de horas en ordenar parte de los archivos antes de que el funcionario pasase a comunicarle que la hora de cierre había llegado. Fue a comer algo a un restaurante junto a la iglesia de Saint Michael. Pidió una Weissbier y un plato de Kartoffel Salad. Sacó un libro de Pessoa para no comer solo.

Fue Pessoa el culpable de que la duda se quedase a vivir con él. Fue Pessoa y no otro, no fue ni él, ni Carmen, solo Pessoa. Si Carmen no hubiese tenido aquel ensayo sobre Pessoa el no habría tenido que ir a su casa a ayudarla. Él a fin y al cabo solo era un aficionado con el tema que había hecho un par de trabajos sobre el poeta portugués por excelencia. Era una noche clara de las que la luna deja ver todo lo que no se ha ido a la cama. Se habían bebido entre los dos una botella de vino y andaban a risas entre el sillón y la mesa de la cocina, donde los apuntes de Thomas cubrían toda la mesa. Ella no dejaba de sonreir, a medias entre el vino y la noche. Él la deseaba y parecía el momento propicio. O no. Un par de veces ella le tocó la mano, pero la retiró como si de un accidente se tratase. Thomas no estaba seguro. No sabía si era una señal o un simple roce. Ella lo miraba fijamente a los ojos como esperando algo. Pero ese algo bien no podía ser Thomas. Se sentaron en el sillón y él se acercó a ella. Le sostuvo la mirada durante el instante que él la acarició. El instante se hizo eterno y el tiempo se paró hasta el momento que ella retiró su mano y Thomas no pudo sostener su mirada. Ella se levantó y le puso a Thomas un disco que le había enviado su tio desde Colorado. Se sirvió una copa y dejó que la noche pasase mientras escuchaban un grupo folk americano que cantaba una extraña canción sobre un cazador que no dormía y que olía a muerte. Que salía de su tumba para perseguir a su presa porque ésta había robado su alma y la llevaba en una caja de madera.

Thomas dejó la cerveza. Había recordado de donde había sacado información sobre el cazador. No era un libro. Era una canción, una canción de un grupo del que no conocía ni su nombre ni su origen, solo sabía que lo había escuchado en casa de Carmen la fatídica noche que sembró la duda de que quizás si la hubiese intentado besar las cosas hubiesen sido distintas. Tal y como estaban las cosas solo podía elegir entre los fantasmas del pasado o los muertos del presente. Esa misma tarde compró un billete de tren hacia Lisboa.

miércoles, 10 de junio de 2009

Un Nuevo Portador


Pandorium (Primera Parte)

    Saboreaba el oporto con los ojos cerrados. Entre vino y licor, con aromas de cereza y madera, se dejaba saborear como una cascada de recuerdos. La música aislaba otros ruídos de la mente de Thomas. La Premiata Forneria Marconi se alternaba con Maxophone y Quella Vecchia Locanda. Violines y guitarras eléctricas servían de cortina en un bar perdido del barrio de Trastevere. Todo eso mientras Thomas esperaba pacientemente junto a un oporto. Abrió los ojos en aquel lugar oscuro y lleno de humo. El bar estaba lleno de recortes de periódico con esquelas. Al fondo la camarera hablaba animadamente con un tipo calvo de brazos tatuados. Thomas sacó un reloj de cuerda de su bolsillo. Su acompañante se retrasaba. Volvió a cerrar los ojos para saborear el oporto mientras se dejaba llevar por la voz de Roselli. Lisboa acudió a su mente llena de luz. La Praca do Comercio y el mercadillo de los domingos se comenzaron a volverse sólidos en el humo de la habitación. Vovió a abrir los ojos justo en el instante que su acompañante se acercaba a su mesa. Vestía con vaqueros y una camiseta blanca de mangas anchas. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Parecía cansada. Se sentó frente a él con una Moretti recien sacada de la nevera. Se disculpó por su retraso y sacó de uno de sus bolsillos una pequeña caja de madera. "Cinco mil", dijo. Thomas miró la caja. Sabía que su contenido bien valía esos cinco mil, pero que el precio a su vida también se multiplicaría por esa cifra. Esa era esa clase de acción arriesgada que sus enemigos habían estado esperando para cazarlo. Thomas cortó su hilo de pensamiento y sacó del bolsillo un sobre blanco, sin ninguna otra marca. Anónimo y con la cifra en cuestión en billetes de doscientos. Su acompañante tomó el sobre y le dio a cambio la caja de madera. Se levantó y sin mediar ninguna palabra más se encaminó hacia la salida con la Moretti en su mano izquierda. Thomas quiso abrir la caja, pero en un lugar público podía ser peligroso de manera que refrenó su curiosidad. Acabó el oporto de un sorbo y salió del bar.  
    
  La calle estaba desierta, solo un gato rebuscando en un cubo de basura rompía el silencio nocturno. Caminó en dirección al hotel con su mano derecha apretando la caja oculta en el bolsillo, con grandes pasos, temeroso de un asalto o algo peor. Escuchó como arrancaba un coche al fondo de la calle mientras sus faros barrían la oscuridad. Thomas se pegó a a pared mientras intentaba pasar desapercibido en un portal. El coche pasó sin que ocurriese nada extraordinario. Thomas retomó su paso en dirección al hotel. Sentía la presencia de la caja en su mano derecha como un faro en mitad de la noche. Fue entonces cuando escuchó un fuerte ruído a su espalda. Como si algun objecto pesado hubiese caído desde el tejado de algun edifico cercano. Miró hacia atrás y no pudo ver nada. Aceleró su paso hasta que un fuerte olor lo detuvo en seco. Olía a muerte y a putrefacción. EL olor dulzón de un cuerpo en descomposición arañó su estómago provocándole arcadas, pero el miedo fue más fuerte. Empezó a correr. Ahora sabía que estaba ahí. Él era la presa de un cazador que portaba la pestilencia de mil cadáveres. Vino a su mente lo poco que había leído sobre la caja de madera. Él era ahora su portador. Él era ahora su víctima y ésta había comenzado su canto a través del tiempo hasta los oídos del cazador. El cazador la había escuchado y fiel a su promesa había comenzado su caza. La caza de Thomas Figueira. 

martes, 9 de junio de 2009

Cuestiones Escatológicas


Sé de buena fe, que los estudios de Alberto Antúnez supusieron un antes y un después en la literatura de cuarto de baño. Mi querido maestro, que en paz descanse, dedicó su vida a la observación, análisis y deducción de que leía la gente en los aseos mientras evacuaba los desechos de la digestión. Su talento comenzó a revelarse en su más tierna infancia, cuando interrumpía tan íntimos momentos a sus progenitores. Su padre, harto de interrupciones tuvo que poner un pestillo en la puerta del baño. Pero la curiosidad del benjamín de la familia no se amedrentó con ello, y se dedicaba a espiar por la cerradura de la puerta. Él mismo, en su afán de compresión intentaba imitar a su padre y miraba las etiquetas de los geles de baño sin ningún resultado. Todavía no sabía leer. 

En su adolescencia olvidó tan notable inquietud, dejando paso a las preocupaciones de todo joven. Las mujeres, aquellos seres extraños venidos de otra galaxia para regocijarse en el rechazo que mostraban al tierno Antúnez. Debíamos de decir a su favor que era una buena persona, y nada más. Ni atractivo, ni divertido, mal conversador y con ciertos ataques de timidez que a veces le merecieron su ingreso en la Sociedad de Jugadores Autistas de Cinquillo. Quizás fueron todas estas las razones por la cual se decidió por las letras. Cursó sus estudios en la Universidad de Málaga al amparo de su pasión por Quevedo y Cervantes. No fue un estudiante brillante, pero a veces la suerte sonríe como una estúpida a cualquiera que pase por delante de su puerta. En esta caso la suerte en cuestión se llamaba Doña Aurora Guttemberg, catedrática de literatura íntimosocial. Una disciplina tan olvidada para todos como la profesora que la impartía, salvo para Antúnez. Doña Cascada, como también era llamada en los ambientes más festivos de la Universidad, se encariñó con Alberto. A sus casi setenta años, su corazoncito medio germano, medio español se compadeció de la mirada bizca de mi maestro hasta el punto que le ofreció una tesis doctoral en aquello que considerase Alberto de su interés. Dicha decisión pasó tan desapercibida como sus actores, pero fue la acción que cambió la vida del futuro doctor Antúnez. 

Antes de proseguir con este artículo de aquel que me ha enseñado todo, he de aclarar que la literatura íntimosocial engloba todos aquellos estudios de literatura desarrollados en la intimidad del seno de la sociedad, sin que sea compartida por nadie salvo por aquellos que pasan en determinado momento por el lugar adecuado. Véase como ejemplo los sonetos que Lope de Vega escribió en una noche de borrachera en la pata de la mesa junto a la que cayó semiincosciente, o bien las notables palabras que han dado la vuelta a todos las puertas de los retretes públicos del mundo hispanohablante "No has de tener de problemas de corazón, mientras el mojón sea duro y con razón". He de decir con orgullo que también fue también mi maestro quien logró descubrir al autor de tan sabias palabras, si bien prometió no revelar a nadie su nombre.     

Pero volviendo a los años de tesinando de mi maestro, he de contar que fue aquí donde logró sacar su pasión oculta. La pregunta que había estado rondando por su cabeza desde antes incluso que aprendiese a leer: "¿Qué lee la gente cuando se halla excretando?". Junto a estas preguntas surgieron otras como "¿Es el cuarto de baño el que inspira a leer o es el proceso de evacuación?" o "¿Leen lo mismo hombres y mujeres, finlandeses y españoles, ricos y pobres?". Con esta Los estudios fueron realizados en varias ciudades europeas, incluídas Madrid, Estocolmo y Helsinski. Tras varios años de análisis de encuestas se llegó a varias importantes conclusiones, como que el producto más leído durante tan escatológico acto eran las etiquetas de los geles de baño, seguidos de los champús y las locciones corporales sin que ninguno de los más acérrimos lectores hubiese llegado a saber nunca que era el lauril sulfato sódico. Un amplio sector de la población también se decantaba por el periódico, preferentemente el suplemento semanal, a ser posible de izquierdas o centro izquierda. En algunos casos se encontraban revistas de contenidos diversos desde moda a cocina. En ciertos sondeos también se encontraron algunas revistas pornográficas, si bien estas puediesen relacionarse con otro tipo de actos de origen menos fecal. Finalmente un porcentaje muy pequeño de la población se decantaba por el libro o la novela corta, siendo los autores preferidos Sócrates, Platón y Paulo Coelho. En ningún caso se encontró libros de temática religiosa a excepción de un taxista de Nápoles que cuando sufría de estreñimiento se torturaba con los pasajes del Apocalipsis.

Todos estos temas quedaron recogidos en la tesis titulada, "Estudio sobre las Preferencias Literarias en el Acto Íntimo de la Excrección Fecal". Esta fue editada años más tarde en formato de bolsillo junto a otros escritos del Dr. Antúnez y distribuídas por varios países en un intento de culturizar a ciertos sectores de la población. Fue un fracaso, de manera que en una idea sin precedentes se procedió a la fragmentación del manuscrito en pequeños pasajes que fueron insertados en las etiquetas de geles de baño, champús y locciones corporales. Siguió siendo un fracaso a excepción del siguiente pasaje escrito poco momentos antes del fallecimiento del Dr. Antúnez.

"Nota a pie de página: El lauril sulfato sódico es un tensoactivo iónico usado en productos de higiene personal".

viernes, 22 de mayo de 2009

Semilla, Flor y Fruto


  No sé en que momento decidí hacer a Guille partícipe de mi afición por la jardinería. En casa siempre hemos tenido plantas, sobre todo recuerdo que en el patio de la casa de mi madre había un enorme jazmín que era el orgullo de mi progenitora. Todas las noches de verano inundaba la casa con su olor. Además del jazmín tenía toda la pared llena de maceteros de cerámica con grandes geranios rojos, y al lado de la puerta crecía un granado que todas las primaveras echaba montones de flores anaranjadas. Al terminar las clases ayudaba a mi madre a regar todas las plantas del patio. Ella me explicaba pacientemente como debía cuidarlas. Mi padre decía que encantaba a las plantas con su voz para que éstas creciesen con salud y esplendor. 

  Durante los años en los que estuve en la universidad siempre tuve alguna planta en mi habitación. Tuve un poto que me acompañó en más de una noche junto a las obras de Quevedo, Góngora o Espronceda. También tuve un clavel al que me gustaba leerle algo de Cervantes la noche de los lunes. Ya fuese sugestión o magia agraria, el clavel crecía fuerte y me daba flores varias veces por año. Fue uno de estos claveles el que me ayudó a seducir a Marta tal y como me aconsejó mi padre. También los utilicé en alguna ocasión en la que un olvido, una mirada de reproche o una voz más alta que otra complicaba nuestra relación.

  Tras varios años de saltando de un piso de alquiler a otro, al principio solo, y años más tarde con Marta, logramos encontrar una casa con un pequeño jardín a las afueras de la ciudad. El jardín estaba lleno de malas hierbas y probablemente era el hogar de alguna serpiente asustadiza, pero fue lo que me convenció de la casa. Marta tuvo que convencerse con algunas noches de charla con mi madre. Compramos la casa encadenándonos de por vida al pago de una hipoteca. Los primeros fines de semana los dediqué a limpiar el jardín. Dejé un escuálido olivo en una de las esquinas del jardín. A juzgar por su tronco nudoso éste se debió plantar antes de la construcción de la casa. Arrancarlo tal y como me sugirió la vendedora de la inmobiliaria me pareció un crimen, así que lo podé y lo aboné y poco a poco fue recuperando un aspecto más saludable. Junto a la entrada planté varias margaritas que daban flores amarillas, blancas y violetas. Marta me convenció para que plantase algunos rosales junto al camino. Bajo las ventanas planté geranios y en la parte más alejada de la casa, un jazmín y un naranjo, para que insuflasen al aire recuerdos de la infancia.

   Cuando nació Guille planté un aguacate para que creciese a su par aunque siempre ha sido más alto que él. Guille es un niño de mente inquieta, con una cadena de porqués esperando a saltar fuera de su boca. Cuando cuidaba el jardín siempre me seguía de un lugar a otro preguntando por el nombre de las plantas o el porqué de que algunas plantas fuesen más verdes que otras. Alguna vez se destrozó sus manitas intentando cojer alguna rosa, así que Marta optó por ponerle una valla a los rosales. Ahora resulta casi milagroso ver alguna margarita en la planta y no en vasos de agua en casa. Al principio me mostré reticiente a que Guille me ayudase a cuidar las plantas pero poco a poco sus ojitos y la insitencia de Marta me convencieron. El día que apareció con una pequeña regadera de lata el deber fue ineludible, así que me resigné y dejé que Guille torturase a las plantas. Sorprendentemente se mostró paciente y aprendió rápidamente los cuidados básicos. Ayer estuvimos plantando menta junto al grifo del jardín y esta mañana lo he visto hablando con las semillas. Creo que les contaba cuentos para despertar.

martes, 19 de mayo de 2009

Domingos por la Mañana


   Los domingos por la mañana me gustaba mirar por la ventana como los gatos, observando a la gente que espera en la parada de autobus que hay frente a mi casa. Preparaba el café lentamente dejando que el olor de éste impregnase toda la casa. Movía la butaca junto a la ventana y me sentaba el ella mientras dejaba el café en una mesita adyacente. Entonces tomaba un sorbo de café y me preparaba a mirar. Me relajaba y dejaba que el paisaje me llevase.

   Lo primero que imaginaba era como el sol calentaba la calle y como las personas caminaban por ésta una mañana de invierno. Casi todo el mundo ignoraba esta sensación pero de vez en cuando veía alguien en la parada de autobus que miraba al cielo, cerraba los ojos y dejaba que los rayos de luz calentasen su cara. Entonces sonreía y pensaba que durante unos breves instantes esa persona había sido feliz. Quizás el calor momentáneo había traído algún recuerdo como cuando un amor correspondido te mira a los ojos. Quizás fuese la misma sensación. Todavía recuerdo esa sensación, cuando estábamos sentados en aquel sillón en casa de unos amigos y me mirastes en silencio. Durante no más de un segundo sentí el calor en mi cara, como el sol que calienta una mañana de invierno. Y fuí feliz. El pasar de los años no deslucía ese recuerdo y de vez en cuando aparecía como una estrella fugaz mientras miraba por la ventana. Con una sonrisa tomaba otro sorbo de café, algo más amargo y tibio que el primero.

   Imaginaba entonces que sopla el viento. Un viento frío una soleada mañana de otoño. La gente que esperaba junto a la parada de autobus subía la cremallera de sus abrigos, volvía a colocar las bufandas como escudos frente al frío o se acurrucaba junto a su acompañante esperando compartir algo de calor. Casi todo el mundo ponía la misma cara de desagrado exceptuando algún resignado que simplemente volvía a mirar en la dirección de la que provienía el autobus. Alguna vez veía a alguna persona que frente a la estocada del viento gélido parecía sentir dolor, como el de una persona que se enfrenta a una ruptura y ve ante sí la soledad. Buscaba en sí mismo el calor que no podía obtener hasta que finalmente dejaba que el viento se llevase el poco calor acumulado por un sol que no calentaba. En esos momentos invocaba a mis fantasmas para sentir su soplo. Éstos se llevaban mi calor con la añoranza y la soledad de estos días que pasaban junto a tu ausencia. Echaba de menos esas vacaciones que junto al mar, nos dedicábamos a escuchar las olas mientras te abrazaba y el sol se ocultaba en el horizonte. Pienso en los juegos que compartíamos desnudos en la cama hasta que sentía el frío de los cientos de noches que había dormido solo. Y es entonces, y solo entonces, cuando apartaba la mirada de la calle y volvía a tomar otro sorbo de café. 

   Saboreaba el café ya frío, pero que había guardado en su poso parte del azúcar que no había encontrado en los tres primeros sorbos. Dulce y frío. Con estas dos sensaciones contradictorias volvía a mirar por la ventana. Veía que acababa de pasar el autobus y que no había gente en la parada. Imaginaba entonces como sería la próxima persona que esperaría el autobus. Si le tocaría esperar un día en el que el sol calienta o bien si se tendría que calar bien el abrigo para aguantar el viento helado. Decidía entonces que en secreto me citaría con ese desconocido. El próximo domingo durante la hora del café. En el mismo sitio que parecía tan buen lugar como cualquier otro para compartir los recuerdos de un viejo.