Mi abuela me contó una vez que en los tiempos en que vivimos nuestra sangre ya no es necesaria, que somos una canción perdida que sólo los locs pueden escuchar y que la luna ya no teje con nuestros hilos. Mi abuela era una mujer fuerte, de alma madrugadora y sonrisa enigmática, de esas que saben que las tormentas traen algo más que agua y viento.
Criada bajo las sombras de la montaña no salió nunca del pueblo con sus pies. Le gustaba cantar mientras hacía punto, decía que para atar un sentimiento bello a mi bufanda. Cuando compraba pan se colocaba una moneda de cobre bajo la lengua, decía que para que nunca se acabase. Los días de lluvia pintaba con tiza un círculo en una gran olla de cobre que guardaba en el desván y la colocaba fuera de casa, decía que para alimentar al hambriento trueno. La mala suerte la ahuyentaba colocándoles cascabeles a los gatos. Sus huesudos dedos jugaban con las cartas como el que escribe cartas de amor. Bebía licor de miel para que su voz no temblase jamás por el miedo, pues decía que era el secreto de los valientes.
Todavía no había empezado a andar cuando mis padres murieron en un incendio. Como no tenía más familiares la abuela se hizo cargo de mi. Me hizo una cuna con el tronco hueco de un árbol que varios vecinos ayudaron a tranportar hasta su casa, pero finalmente sólo sirvió para que su gato durmiese en ella ya que sólo me quedaba dormida si me hacía un hueco en su cama. Crecí y dejé de perseguir a las gallinas para ganarme la vida remendando las ropas viejas de los del pueblo mientras la abuela cuidaba del huerto. Algunas veces venía alguna vecina para que la abuela le aliviase un dolor de huesos con algún ungüento o le enseñase a coger buenas setas. Otras simplemente se reunían ella y otras comadres alrededor del fuego a jugar a las cartas mientras buscaban pareja a las jóvenes casaderas.
Y una mañana desapareció. En el pueblo la intranquilidad corrió como una riada ya que
Recordé que un día siendo muy pequeña, la abuela me llevó al bosque en busca de hierbas para curar algunos males. Busqué entre sus cacharros por si encontraba algo que me ayudase a curar a los niños, pero nada, ni hierbas ni ungüentos para curar los malos sueños que espesan
Así una noche tomé la bufanda que mi abuela me había tejido y caminé hasta la montaña para buscar a
Entonces ocurrió, salió la luna y la pesadilla comenzó a sisear cada vez más fuerte al tiempo que las luces comenzaba a bailar frenéticamente alrededor de su boca. Supe que ese era el momento. Salté ante ella y agarré su largo cuello con mi bufanda. Gritó y silbó hasta que mi pelo se volvió cano y mi piel se arrugó con el terror. La bufanda se fue estirando rápidamente y fue envolviendo a la pesadilla como por arte de magia hasta que la cubrió totalmente, mientras ésta no dejaba de agitarse y silbar. De pronto dejó de moverse. El capullo que había creado la bufanda se estiró sobre si mismo, se elevó unos metros y desapareció con un sonido seco como cuando se golpea con un gran libro una mesa.
Quedé muy cansada y bajé al pueblo por el mismo sendero que había seguido a
Me desperté con la risa de los niños. Cantaban una canción mientras bailaban a mi alrededor.
“