domingo, 29 de junio de 2008

Tras la ventana de la Orca Varada


   El Baile del Hurón Azul (Cuarta Parte)   

   Han pasado varios días desde la última vez que escribí en este diario, pero las causas están justificadas. El Hurón Azul ha estado amarrado una semana en el puerto de Stornoway esperando a que el cliente de Enrico Roversi subiese finalmente a bordo. Pero no son los únicos hechos que allí han sucedido, la tripulación del barco a aumentado inesperadamente su número en dos.

   Llegamos a la capital de la Isla de Lewis al amanecer. La ciudad comenzaba a despertarse mientras el mercado del puerto era un hervidero de pescadores que vendían las mejores piezas a los comerciantes más madrugadores. En cuanto desembarcamos parte de la tripulación se dirigió a una cantina de dudosa reputación según me dijo Ramón de Bidasoa. Yo me deje convencer facilmente por éste último para dirijirnos a un par de comercios para buscar un desayuno como Dios manda y una hora más tarde estaba disfrutando de un buen café y un par de tostadas en el jardín trasero del noble comercio de los Hermanos Lipton. No acabábamos de pegar el primer mordisco a la tostada cuando Enrico Roversi se unió a nosotros con una cara de preocupación que nada tendría que ver con el te que traía. Bidasoa, previendo la incomodidad de la situación optó por llenar la tertulia de temas banales relacionados con la gastronomía de su tierra. Tras el desayuno, los hermanos Lipton nos aconsejaron una posada algo alejada del puerto, pero que decían que tenína buen servicio y que sobre todo camas limpias.

   Tanto Bidasoa como yo nos acomodamos rápidamente a la vida de la ciudad, y al día siguiente repetimos desayuno con los Hermanos Lipton, esta vez sin la compañia del italiano. Durante esa mañana fue cuando me tras un rato de interrogatorio me reveló que la parada en el puerto de Stornoway se debía a que en éste se uniría a nosotros uno de los organizadores del viaje, y también cliente de Roversi, lo que explicaba parte de su nerviosismo. Aunque intenté que me hablase algo más del individuo me contestó con evasivas y finalmente dejamos de hablar del tema.

   Tres días más tarde a tripulación del Hurón Azul se comenzaba a inquietar. No eran hombres de tierra más allá de la que existe debajo de las camas de sus familias. Llegó a mis oidos la existencia de alguna pelea en un antro de la ciudad llamado la Orca Varada. Los ciudadanos al saber que éramos parte de esa tripulación comenzaron a mirarnos con suspicacia pero la cosa no llegó a mayores gracias a la elocuencia de Bidasoa. De todas maneras esa misma tarde pasamos por el Hurón Azul para hablar con el capitán. Nos contó que él, al igual que el resto, estaba inquieto con la espera y que ya había advertido a la tripulación que no responderían por nadie si la justicia de la isla decidía castigar sus actitudes, pero siempre había en el conjunto ese par de individuos dispuestos a saltarse las reglas por un par de monedas y algo de acción. También nos dijo que finalmente unos de los patrocinadores del viaje se uniría a nosotros dentro de tres días y que hasta entonces disfrutásemos de la tierra firme y que si teníamos ocasión nos dejásemos ver por la Orca Varada. Nos dijo a modo de consejo “Un par de cervezas con algunos marineros pueden mejorar el trato de vuelta a la mar¨.

   Siguiendo el consejo del capitán aparecimos por la Orca Varada para tomarnos alguna cerveza por la tripulación. Una vez superado el rechazo el olor a salitre y a cerveza que reinaba en el lugar pudimos extrechar lazos con la tripulación. Si bien mucho de ellos simplemente nos ignoraban, encontramos en David Marfil y algunos de sus compañeros un grupo amigable. Se pasaban el día con bromas, partidas de dados y cantando canciones de puerto, acompañadas por la guitarra de José Paredes, un simpático gaditano de ojos saltones. Entre cerveza y cerveza entre gentes de lengua extraña, nos declaró que echaba bastante de menos su tierra, pero que la Pepa, su guitarra, traía el sonido de la Tacita de Plata con ella para aliviar la añoranza. David Marfil nos contó entre chiste y chanza que las mujeres de aquella ciudad no eran como las de su Cartagena. Nos contó que a partir de puesta de sol, algunas mujeres de mundo llegaban a la Orca Varada a ganarse el sustento vendiendo sus carnes, como en cualquier otro puerto del mundo. Le pregunté si la lengua no era una barrera, y se rió con grandes carcajadas, y me dijo que la lengua era de las mejores cosas que traían consigo, que solo el dinero era una barrera. Nos dijo que de todas las que venían había una pelirroja de ojos verdes por las que se había dejado engatusar un poco, y que esa noche probaría suerte.

   Los restantes días los pasamos disfrutando de los desayunos de lo hermanos Lipton y ya caída la tarde, tomando alguna cerveza con el grupo de David Marfil. No supimos de Enrico Roversi hasta que José Paredes nos dijo que el italiano había ido tierra adentro a buscar a “el de los dineros”, pero que llegaba mañana como viento para llenar las velas. Le preguntamos a David por la pelirroja y nos dijo con una gran sonrisa que habían echado un buen rato y que prometía repetir. Y que si de la lengua hablaba, bueno por la que yo le había preguntado, chapuceaba un poco de francés y que con eso se entendían entre besos y caricias. Al caer la noche lo vimos como se dirigía hacia la puerta con sonrisa de gato callejero.

   Al día siguiente el cielo amaneció gris. Me levanté con un ligero dolor de cabeza producto de la noche anterior. No obstante el desayuno de los hermanos Lipton se me antojó delicioso, quizás porque sabía que iba a vover pronto al pan seco y al te sin leche. Bidasoa, al contrario estaba radiante. La aventura lo animaba y ese día estuvo haciendo algunas compras para el viaje. Sobre todo comida y bebida, pero también alguna ropa más de abrigo, conducta que seguí por no saber a que nos podíamos enfrentar. Al caer la tarde nos acercamos a la Orca Varada a ver a David y a los suyos. Todos parecían contentos porque sabían que la partida no se haría esperar mucho más, todos menos David, que tras una hora de canciones me declaró mientras estabamos vaciando la vejiga que estaba enamorado de Madelleine, la pelirroja que había estado viendo estos días. Que éstos, los había pasado con ella como no los había pasado nunca con mujer alguna. Muy serio puso sus manos en mis hombros y me dijo que pensaba dejar el Hurón Azul y escapar con Madelleine hacía Escocia. Asombrado mi primera reacción fue la de decirle que sólo la conocía desde hacía pocos días, pero viendo como su rostro se iba oscureciendo algo más le apoyé en su decisión. Se despidió de mi con un abrazo y me dijo que se iba a buscarla que esa noche huirían hacia el sur de la isla, lejos de su marido. Al volver a la fonda me uní al grupo con cierta preocupación por lo que acababa de escuchar y no fue hasta dos horas más tarde cuando mi preocupación se hizo sólida. Escuché unos golpes en uno de los cristales de la Orca. Cuando miré vi la silueta difusa de David que nos indicaba que saliésemos sigilosamente de la taberna. Al verlo comprendí que algo había salido mal. Tenía sus ropas llenas de sangre y llevaba en su brazos a un chico pelirrojo de no más de ocho años. Junto a ellos con rostro ausente estaba Madelleine con la ropa también manchada de sangre y con signos de haber participado en la reyerta. Me dijo que necesitaba nuestra ayuda, que ya no podía viajar hacia el sur, que ahora se había convertido en un asesino. Volví a entrar en la taberna rápidamente y salí con Bidasoa y los otros. Hablamos durante varios minutos y al final Bidasoa dijo que lo más sensato sería, tratandose de nuestro amigo, ocultar a Madelleine y al niño en el Hurón Azul ya que éste probablemente partiría en cuanto volviese el italiano. Que más tarde podrían desembarcar en otro país. Él ofreció su camarote para esconderlos y yo animado por la gravedad de la situación ofrecí el compartir el mío con Bidasoa. Rápidamente nos dirijimos al barco y escondimos a Madelleine y al niño en el camarote de Bidasoa tal y como había dicho sin que el capitán, el guardamaestre o el marinero de guardia se diera cuenta de lo ocurrido. David se quitó toda la ropa ensangrentadas y todos volvimos a la Orca Varada en un intento de aparentar normalidad. Las palabras fueron saliendo poco a poco y tras una ronda, José cogió a la Pepa como si nada hubiese ocurrido.

   Esa misma noche volvió Enrico Roversi, y tal como nos dijo el capitán con uno de los patrocinadores del viaje. Tanto la tripulación como nosotros quisimos ver a tan esperado pasajero, pero a lo único que pudimos ver fue un carruaje negro con un par e caballos. Cuando llegamos junto al Hurón Azul el pasajero ya se encontraba a bordo en su camarote. El capitán nos dijo que mañana partiríamos al alba. Mientras caminaba por la pasarela le pidió a dos de los marineros que venían junto a nosotros que descargasen el equipaje del pasajero del coche de caballos y lo subiesen el barco. Éste consistía en dos grandes baules de roble y acero sin más decoración que la de una etiqueta con el nombre del propietario, Katherine Maxwell.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Ante las Costas de Lewis


   El Baile del Hurón Azul (Tercera Parte)
   
   El encuentro con Enrico Roversi solo se repitió un par de veces más antes de llegar al puerto de Stornoway. El primero de ellos sucedió una fría mañana de Febrero, mientras caían algunos copos de nieve sobre el barco que no llegaban a cuajar. Caminaba por la cubierta con el Ramón de Bidasoa mientras me hablaba de parte de su vida y de como se había enrrolado en semejante aventura. Estaba contándome que había crecido en el puerto de Gijón cuando el italiano pasó junto a nosotros y nos dio los buenos días. Ramón le devolvió el saludo como si de un vecino se tratase y continuó su historia. Así me enteré que antes de trabajar para la compañía estuvo trabajando con su tio como armador en San Sebastián. Que intentó estudiar Leyes en Oviedo, pero que una reyerta con un par de estudiantes lo llevaron a dejarlo y a huir hasta Barcelona donde vivió más de diez años. Creo que no me olvido nada importante. Estuve intentando que me contase para que compañía trabajaba, pero aun hoy día sigo desconociendo el nombre de tal empresa. No obstante años más tarde, cuando visité ciudades como San Sebastián o Barcelona me acordé de lo que aquel día me estuvo contando Ramón mientras veíamos nevar sobre el mar del Norte.
El segundo encuentro tuvo lugar la noche antes de que viésemos la costa de la isla de Lewis. Se encontraba fumando una pipa en la proa del barco bajo el cielo estrellado que la naturaleza quiso regalarnos esa noche. Me acerqué hasta él distraído, disfrutando de la noche que aunque fría era tranquila. Al verme se volvió y dejó de mirar por la borda. Me saludó con la mano, y al ver que le devolvía el saludo con cierta amabilidad se acercó hasta mi. Comenzó su conversación hablando del tiempo, pero no tardó en adentrarse en aguas de mayor interés preguntándome sobre mi trabajo en el barco, la naturaleza de mi viaje y las causas que me motivaban a ir hasta una tierra desconocida. Le contesté que simplemente tenía cierto afán de aventuras y que iba en el papel de un cronista gráfico. Al decirle eso se mostró entusiasmado pues me declaró que el llevaba un diario de lo que allí iba ocurriendo y que se sentiría honrado si lo tomase para completar mis ilustraciones. Que si bien había estado escribiéndolo en italiano comenzaría su traducción a mi idioma para que lo entendiese sin problemas. Lo vi tan entusiasmado que le di rápidamente una respuesta afirmativa y me devolvió una enorme sonrisa. En aquel momento, roto el hielo, le pregunté si la función de su viaje era también la de describir con palabras lo que allí iba ocurriendo. Me contestó con una media sonrisa que su labor en este viaje era la de protección de parte del pasaje. Una nueva pregunta no se hizo esperar “¿El señor de Bidasoa?”. Me contestó negativamente con la cabeza y dijo “Señor Brown mi cliente todavía no está en el barco y todavía no sé si finalmente subirá a él”. Para no dejar oportunidad a nuevas preguntas sobre el mismo tema dirigió la conversación hacia mis dibujos antes de despedirse educamente. Me quedé mirando el mar sumido en mis pensamientos hasta que el sueño me dirigió a mi camarote. Al bajar las escaleras vi una luz encendida del camarote de Enrico. Silenciosamente me acerqué hasta él para ver si podía averiguar alguna cosa más de tan inquietante individuo. El camarote estaba vacío, había una maleta que sobresalía por debajo del camastro y sobre éste había un sable. Sobre el escritorio había un pequeño cofre de madera. Al acercarme algo más a él pude apreciar que la madera tenía tallada pequeñas hojas de arce que cubrían por completo su superficie. La cerradura que lo guardaba parecía hecha en bronce y al igual que la superficie del cofre tenía una talla inusual. Un pequeño dragón con las alas extendidas a modo de refuerzo sobre los cierres. Escuché crujidos sobre la madera. Alguien que se acercaba. Me dirigí hacia el comedor conteniendo la respiración. Rezando por no ser descubierto. Me situé tras la puerta. Vi como Enrico se dirigía a su habitación y minutos más tarde apagaba la luz. Esperé un buen rato hasta que mi corazón dejó de latir con fuerza, solo entonces volví a mi habitación con el mismo sigilo que me había protegido en mi curiosa exploración. Me acurruqué en la cama y me quedé dormido con la ropa aun húmeda por el paseo sobre la borda.

sábado, 23 de febrero de 2008

La noche bajo el temporal


   El Baile del Hurón Azul (Segunda Parte)

   Mi primera noche a bordo del Hurón Azul se me antojó eterna. La goleta era zarandeada una y otra vez por un mar embravecido que nos demostraba con cada arremetida lo frágiles que éramos. Estábamos en mitad de una gran tormenta, con mucha agua encima y debajo de nuestras cabezas. “Muchacho, peores las hemos visto” me dijo el marinero de ojos verdes mientras ayudaba a otros tripulantes a recoger la latina. Todo el barco crujía y se quejaba como un viejo que teme a la muerte y sin embargo, bien por la experiencia o por el valor, los marineros permanecían en sus puestos, actuando como una máquina bien engrasada y puesta a punto. Volví al camarote con el estómago todavía revuelto sin haber vacíado mi efímera cena sobre el mar por miedo a caer por la borda y desaparecer entre las olas. Lamenté no haber llevado encima una botella de vino que me hiciese más llevadera la tormenta, quizás ebrio hubiese podido dormir algo. Me tumbé sobre mi camastro y busqué en tu recuerdo el alivio, pero el movimiento lo hacía imposible y de nuevo salí a la cubierta buscando algo que hacer y que eliminase la desagradable sensación de un fin inminente que habitaba en mi cuerpo. Encontré al capitán junto al timón. Gobernando la nave imperturbable. Me situé junto él y ñe pregunté si la tormenta era de temer. “Todas son de temer señor Brown como las mujeres, estás son imprevisibles y uno hace bien en andarse con ojo aunque duerma con ellas todas las noches” me contestó casi con una carcajada, “Pero no tema, ésta en principio solo va a darnos un par de mareos. Si le cuesta conciliar el sueño, vaya a ver al cocinero, además de sopas prepara algún que otro remedio casero para los estómagos revueltos y los dolores de cabeza”. Tras eso, se caló mejor la capucha del impermeable y continuo manejando el timón.
No tardé en encontrar el cocinero en la bodega jugando a los dados con un par de tipos de ojos pequeños y manos rápidas. Llamó mi atención que además de cacerolas y fogones gastaba su tiempo con los dados, el ron y la cháchara de los antiguos corsarios a pesar de que que su apariencia mostraba a un individuo de los de pocas palabras. A lo largo de estos años no pude olvidar ni su nombre, David Marfil, ni su comida, en especial esas sopas de pescado y patatas aderezadas con un poco de clarete. Entre tirada y tirada me atreví a interrumpirlos para pedirle el remedio del que me habló el capitán. Me contestó con su característico acento del sur “Un par más de apuestas y estoy contigo pescadito. Estoy en racha y no quiero es que estos señores se vuelvan a su hamaca con más peso del necesario”. En cuento terminó lo acompañé a la cocina. Abrió un par de botes y lo mezcló con un poco de zumo de limón y ron. “Y con esto estás servido” me dijo mientras se despedía. Si el olor era desagradable, el sabor lo fue más, pero pasados unos minutos, como si de una antigua magia se tratase el mareo me abandono dejando en su lugar un gratificante cansancio. Me fui al camarote y me tumbé sobre el camastro mientras el sueño se apoderaba de mi, esta vez mecido por las olas.
Recuerdo como si me acabase de levantar el sueño que tuve esa noche por lo que ocurrió algún tiempo más tarde. Recuerdo que me encontraba en una pequeña barca en mitad de la niebla, junto a una mujer joven con una edad cercana a la veintena. Cabello rubio y rizado y ojos azules de mirada asustada. Vestía con un vestido blanco de vuelo amplio y una rebeca verde. Junto a ella un hombre de pelo y barba negra, con algunas canas. Vestía con un traje muy parecido al que usaba mi padre en su trabajo solo que la camisa que llevaba era azul. Mientras la barca se deslizaba entre la niebla su mano derecha jugaba con el agua. Recuerdo que tenía la sensación de que algo malo iba a ocurrirle por ello pero no pasó nada. Todos estaban callados cuando el hombre señaló hacia una luz a la que nos dirigíamos. Conforme nos acercábamos a la luz el agua se oscurecía cada vez más hasta que el hombre sacó su mano del agua y vi que era sangre. El hombre me miró fijamente y dijo “Navega con cuidado en este mar de justificación y remordimiento” y acto inmediato cojió un reloj de plata que llevaba en el bolsillo y lo arrojó hacia la luz “Los años no liberan, encadenan”. En tic tac del reloj fue adueñándose poco a poco del sueño mientras la barca entraba en la luz. Vi la goleta encallada en la nieve y desperté.
Al despertar por la mañana me sentí desorientado. Pude ver por el ojo de buey que el temporal había remitido y que de él solo quedaba un cielo encapotado y algo de viento. Salí del camarote pensando todavía en el extraño sueño rumbo al comedor para tomar un buen desayuno. En ese momento me crucé con el individuo de mi sueño. Allí estaba en el pasillo con el mismo traje esperando en la puerta de un camarote a que saliese alguien. Me presenté con un escueto “Buenos días, soy Hugo Brown”. El individuo convirtió mi recuerdo onírico en algo más tangible al contestarme con acento italiano que era Enrico Roversi y que el señor Ramón de Bidasoa le había hablado de mi durante la cena de anoche. Con cierta intranquilidad seguí mi camino hasta el comedor, donde me dejé caer sobre una de las sillas. Uno de los marineros que trabajaban junto al cocinero me preguntó que qué iba a tomar. Mi café con leche y el par de tostadas se convirtieron en una infusión con un par de mendrugos de pan. Lo devoré con no muchas ganas mientras pensaba en el extraño sueño, en el italiano y en el viaje. Parecía que mi pequeña aventura iba a ser bastante más compleja de lo que imaginaba.

jueves, 7 de febrero de 2008

Soltando amarras


   El Baile del Hurón Azul (Primera Parte)

   Como si tuviese piedras en el corazón y éste fuese una cesta de la que no te puedes deshacer. Así me sentía mientras mis pies daban sus primeros pasos en el barco. El olor a salitre rodeaba todo en una atmósfera triste y lúgubre. Las nubes no habían dado un respiro a las gentes del pueblo que comenzaban a suspirar por algún rayo de sol invernal. Vi al capitán en la proa del barco, erguido, oteando el horizonte como un sabueso en busca de su presa. Al escuchar el crujido de las tablas se volvió hacia mi. “Bienvenido a mi barco señor Brown, aunque siento decirle que hoy va a ser un día difícil para zarpar, la mar está inquieta”. Sus ojos escudriñaron mi pensamiento y seguro que detectaron mi miedo como habían detectado la inquietud del mar en calma. Durante un instante quedé atrapado en su mirada del mismo color azul que las aguas del Mediterráneo junto a las islas griegas. Vislumbré parte de la sabiduría que se escondía en este viejo lobo de mar. “Puede dejar sus cosas en el segundo camarote de la derecha que está al bajar las escaleras” dijo mientras se dirijía hacia el puente.
Mi camarote era bastante estrecho. El catre estaba tan pegado al escritorio que había que utilizar éste como silla. Junto a la cabecera de la cama había un ojo de buey que dejaba pasar la tenue luz del día encapotado. Desempaqueté mis cosas, ordené mis cuadernos y mis libros. Saqué lápices y plumas dispuesto a no dejar escapar ninguno de los detalles del viaje. También saqué un retrato de la bella Sofía. Lo había hecho varias semanas antes, cuando paseábamos junto al rio y entre las hojas caídas de los arces blancos tapizaban el suelo con ocres y verdes. Me encapriché de los rizos de tu pelo, de tus labios y de la sonrisa que tímida me dedicabas cada vez que te miraba fijamente. Allí mismo, bajo un roble que aguantaba estoico la llegada del invierno saqué mis útiles y mi cuaderno. Dejé que mis manos acariciasen los rasgos de tu rostro con el carboncillo, dejando así un testigo que me hiciese compañía en mi viaje. Allí hablamos del futuro común que tendríamos a mi vuelta y allí me llevé el sabor de tus labios desde los mios hasta el corazón. Cuando terminé de hacer más acojedor el camarote subí a cubierta. No vi al capitán, pero la tripulación del barco de afanaba en preparar la nave para el largo viaje que íbamos a emprender. Intenté ponerme en un lugar donde no estorbase pero me resultó imposible, tropecé con un marinero de ojos verdes que masculló un par de insultos que no pude entender. “Contramaestre Espada” escuché gritar al capitán desde el puente, “acomode a nuestro invitado en un sitio donde no se vaya a caer por la borda”. Inmediatamente de entre los marineros apareció un individuo enorme, de piel morena y ojos negros. Sobre sus brazos curtidos en más de una tormenta destacaban los tatuajes de dos árboles, sobre el derecho el de un roble y sobre el izquierdo el de una higuera. Me parecieron extraños para un marinero. “Ey shico, vente pa' ka, antes de que te haga daño” dijo en tono de sorna. Lo seguí, y tras una vuelta alrededor del puente me acompañó a mi cuarto. “zagál , mejó que te quehes aquí hasta que salgamos, si quieres sube cuando ecushes la campana”, y se alejó con una sonora risa.
Miré por la ventana al puerto. Veía mucho movimiento, quizás por la partida del Hurón Azul, quizás porque los viejos lobos de agua salada predecían que se acercaba una buena tormenta. Me inquietaba que el capitán quisiese salir con este tiempo, pero lo que me contestó fue que no es este tiempo el que me ha de preocupar, sino el de los mares del norte donde el frío y la oscuridad roban a los hombres la ganas de vivir. Saqué uno de mis cuadernos y comencé a dibujar lo que iba viendo del puerto. Llamaron a la puerta de mi camarote y escuche una voz ronca que me pedía permiso para entrar. “Buenos días señor Brown” se presentó el individuo bajo y calvo que acababa de entrar en el ya estrecho camarote. “Mi nombre es Ramón de Bidasoa, voy a ser uno de sus compañeros en este largo viaje, he sido contratado por la compañía para recolectar bienes”. Estuve a punto de preguntar a que se refería con la palabra “bienes” pero la campana comenzó a sonar indicando que estábamos a punto de zarpar. Vi como Ramón se dirigía junto con una gran maleta al camarote del fondo. Volví a subir a cubierta para despedir junto a los marineros la tierra firme. El capitán con una mano en el timón y la otra señalando al horizonte gritó “Soltad amarras”. Sentí un nudo en el estómago pues veía como dejaba mi vida junto a las sogas que aguantaban el barco a un lugar seguro. Junto a estas, en el puerto, niños y mujeres se despedían con pañuelos azules a los tripulantes del barco mientras la proa enfilaba hacia el mar.

domingo, 27 de enero de 2008

Ahí te quedas xxxxxx

{donde pone xxxxxx, léase algún insulto, ya que el blog lo ha censurado}

¡Ala! ya lo solté. Llevaba un tiempo pensándolo, controlándome para no decirlo. No era educado, debía de callarme y no obstante ahí estaba, murmurándome en las entrañas, luchando por ser audible más allá de mi cabeza. Queriendo ser realidad. Y claro, hasta que no lo dije no paré, y sin embargo representaba muy bien como me sentía, que opinaba de todo, de mi vida, de lo que estaba viviendo, de lo que estaba sintiendo. Cuatro palabras que soltadas en público lo cambiaban todo, que me hacían vulnerable y cuarteaban con tanta facilidad la máscara que había ido creando dentro de mi día tras día y año tras año. Entre el público seguro que habría alguien con una cámara de vídeo que recogería el momento estelar para enseñarlo una y otra vez en las reuniones de amigos, siempre bajo el epígrafe de como pudo, como se atrevió a hacerlo en aquel momento, menudo tacto y expresiones del mismo estilo. También conocía a esa facción, la siempre comprensiva que intentaría quitarle hierro al asunto, ya sabes, estaba bajo mucho estrés, nos puede pasar a cualquiera o en el fondo lo hizo sin quererlo. Me imagino que iban a decir tus padres, o los míos días más tarde. Es de lo más inadecuado, podía haberse callado, o es imperdonable. Dentro de ese mundo que giraba a mi alrededor estaban tus ojos de cansancio y tu mano temblorosa tras la discusión. Mi rabia y mi decepción que bullían dentro devorándome como un animal hambriento que quería sangre, que buscaba una presa de ojos tristes, como un ciervo que aparece ante un león hambriento. Yo, depredador y tu presa. Sabía como hacerte daño en ese mismo instante, delante de todos, en tu día y no en el mío. Sabía que me equivocaba, que más tarde serían mis lágrimas las que se derramasen sobre la alfombra. Sabía que no tendría solución, que no existe máquinas en el tiempo que te hagan volver atrás para arreglar el daño que iba a hacer, que quedaría en tu corazón para siempre, como un monumento a la crueldad de la gente a la que amas.

Y a ahí estaba, fluyendo hacia mi lengua, preparando a mis cuerdas vocales para que fuesen suficientemente audibles el día de tu boda. Delante de todos, siendo tu testigo de como la estupidez humana iba a desmoronar tu vida en menos de cinco segundos. Salió.

Lo dije y todo se acabó. Cundió el silencio, y luego el murmullo general. Después como en una lluvia de verano, cayó mucha agua, pero en vez del cálido elemento, fueron palabras.

Solo me quedó irme. El daño estaba hecho y esa bestia que habitaba en mi interior se deleitaba del caos y la destrucción que había sembrado. La venganza estaba cumplida. Te había dejado en rídiculo delante de todos tal y como lo hicistes tu aquel día en el colegio cuando todos se mofaron de mi. Había tardado más de veinte años, pero había cumplido uno de mis sueños de niño, devolver la pelota a tu campo.