viernes, 22 de mayo de 2009

Semilla, Flor y Fruto


  No sé en que momento decidí hacer a Guille partícipe de mi afición por la jardinería. En casa siempre hemos tenido plantas, sobre todo recuerdo que en el patio de la casa de mi madre había un enorme jazmín que era el orgullo de mi progenitora. Todas las noches de verano inundaba la casa con su olor. Además del jazmín tenía toda la pared llena de maceteros de cerámica con grandes geranios rojos, y al lado de la puerta crecía un granado que todas las primaveras echaba montones de flores anaranjadas. Al terminar las clases ayudaba a mi madre a regar todas las plantas del patio. Ella me explicaba pacientemente como debía cuidarlas. Mi padre decía que encantaba a las plantas con su voz para que éstas creciesen con salud y esplendor. 

  Durante los años en los que estuve en la universidad siempre tuve alguna planta en mi habitación. Tuve un poto que me acompañó en más de una noche junto a las obras de Quevedo, Góngora o Espronceda. También tuve un clavel al que me gustaba leerle algo de Cervantes la noche de los lunes. Ya fuese sugestión o magia agraria, el clavel crecía fuerte y me daba flores varias veces por año. Fue uno de estos claveles el que me ayudó a seducir a Marta tal y como me aconsejó mi padre. También los utilicé en alguna ocasión en la que un olvido, una mirada de reproche o una voz más alta que otra complicaba nuestra relación.

  Tras varios años de saltando de un piso de alquiler a otro, al principio solo, y años más tarde con Marta, logramos encontrar una casa con un pequeño jardín a las afueras de la ciudad. El jardín estaba lleno de malas hierbas y probablemente era el hogar de alguna serpiente asustadiza, pero fue lo que me convenció de la casa. Marta tuvo que convencerse con algunas noches de charla con mi madre. Compramos la casa encadenándonos de por vida al pago de una hipoteca. Los primeros fines de semana los dediqué a limpiar el jardín. Dejé un escuálido olivo en una de las esquinas del jardín. A juzgar por su tronco nudoso éste se debió plantar antes de la construcción de la casa. Arrancarlo tal y como me sugirió la vendedora de la inmobiliaria me pareció un crimen, así que lo podé y lo aboné y poco a poco fue recuperando un aspecto más saludable. Junto a la entrada planté varias margaritas que daban flores amarillas, blancas y violetas. Marta me convenció para que plantase algunos rosales junto al camino. Bajo las ventanas planté geranios y en la parte más alejada de la casa, un jazmín y un naranjo, para que insuflasen al aire recuerdos de la infancia.

   Cuando nació Guille planté un aguacate para que creciese a su par aunque siempre ha sido más alto que él. Guille es un niño de mente inquieta, con una cadena de porqués esperando a saltar fuera de su boca. Cuando cuidaba el jardín siempre me seguía de un lugar a otro preguntando por el nombre de las plantas o el porqué de que algunas plantas fuesen más verdes que otras. Alguna vez se destrozó sus manitas intentando cojer alguna rosa, así que Marta optó por ponerle una valla a los rosales. Ahora resulta casi milagroso ver alguna margarita en la planta y no en vasos de agua en casa. Al principio me mostré reticiente a que Guille me ayudase a cuidar las plantas pero poco a poco sus ojitos y la insitencia de Marta me convencieron. El día que apareció con una pequeña regadera de lata el deber fue ineludible, así que me resigné y dejé que Guille torturase a las plantas. Sorprendentemente se mostró paciente y aprendió rápidamente los cuidados básicos. Ayer estuvimos plantando menta junto al grifo del jardín y esta mañana lo he visto hablando con las semillas. Creo que les contaba cuentos para despertar.

martes, 19 de mayo de 2009

Domingos por la Mañana


   Los domingos por la mañana me gustaba mirar por la ventana como los gatos, observando a la gente que espera en la parada de autobus que hay frente a mi casa. Preparaba el café lentamente dejando que el olor de éste impregnase toda la casa. Movía la butaca junto a la ventana y me sentaba el ella mientras dejaba el café en una mesita adyacente. Entonces tomaba un sorbo de café y me preparaba a mirar. Me relajaba y dejaba que el paisaje me llevase.

   Lo primero que imaginaba era como el sol calentaba la calle y como las personas caminaban por ésta una mañana de invierno. Casi todo el mundo ignoraba esta sensación pero de vez en cuando veía alguien en la parada de autobus que miraba al cielo, cerraba los ojos y dejaba que los rayos de luz calentasen su cara. Entonces sonreía y pensaba que durante unos breves instantes esa persona había sido feliz. Quizás el calor momentáneo había traído algún recuerdo como cuando un amor correspondido te mira a los ojos. Quizás fuese la misma sensación. Todavía recuerdo esa sensación, cuando estábamos sentados en aquel sillón en casa de unos amigos y me mirastes en silencio. Durante no más de un segundo sentí el calor en mi cara, como el sol que calienta una mañana de invierno. Y fuí feliz. El pasar de los años no deslucía ese recuerdo y de vez en cuando aparecía como una estrella fugaz mientras miraba por la ventana. Con una sonrisa tomaba otro sorbo de café, algo más amargo y tibio que el primero.

   Imaginaba entonces que sopla el viento. Un viento frío una soleada mañana de otoño. La gente que esperaba junto a la parada de autobus subía la cremallera de sus abrigos, volvía a colocar las bufandas como escudos frente al frío o se acurrucaba junto a su acompañante esperando compartir algo de calor. Casi todo el mundo ponía la misma cara de desagrado exceptuando algún resignado que simplemente volvía a mirar en la dirección de la que provienía el autobus. Alguna vez veía a alguna persona que frente a la estocada del viento gélido parecía sentir dolor, como el de una persona que se enfrenta a una ruptura y ve ante sí la soledad. Buscaba en sí mismo el calor que no podía obtener hasta que finalmente dejaba que el viento se llevase el poco calor acumulado por un sol que no calentaba. En esos momentos invocaba a mis fantasmas para sentir su soplo. Éstos se llevaban mi calor con la añoranza y la soledad de estos días que pasaban junto a tu ausencia. Echaba de menos esas vacaciones que junto al mar, nos dedicábamos a escuchar las olas mientras te abrazaba y el sol se ocultaba en el horizonte. Pienso en los juegos que compartíamos desnudos en la cama hasta que sentía el frío de los cientos de noches que había dormido solo. Y es entonces, y solo entonces, cuando apartaba la mirada de la calle y volvía a tomar otro sorbo de café. 

   Saboreaba el café ya frío, pero que había guardado en su poso parte del azúcar que no había encontrado en los tres primeros sorbos. Dulce y frío. Con estas dos sensaciones contradictorias volvía a mirar por la ventana. Veía que acababa de pasar el autobus y que no había gente en la parada. Imaginaba entonces como sería la próxima persona que esperaría el autobus. Si le tocaría esperar un día en el que el sol calienta o bien si se tendría que calar bien el abrigo para aguantar el viento helado. Decidía entonces que en secreto me citaría con ese desconocido. El próximo domingo durante la hora del café. En el mismo sitio que parecía tan buen lugar como cualquier otro para compartir los recuerdos de un viejo. 

martes, 12 de mayo de 2009

Tiempo para la Cólera

 
   Pablo pasó toda la tarde aburrido intentado sacar algo de partido al videojuego con el que llevaba jugando más de dos meses. No había nada mejor que hacer. No le quedaba mucho dinero así que intentaba distraerse con lo que tenía a mano. Arreglando algunas cosas de casa o paseando hasta la oficia de empleo. Cualquier cosa era buena cuando no había trabajo. Manoli, su novia, era la que ganaba suficiente dinero para tener algo que llevarse a la boca. Entre la hipoteca y el coche no había por donde cojer las cuentas a final de mes, pero aun así con un pequeño esfuerzo, un remiendo aquí y un puchero allá iban tirando. Pablo se acordaba de las historias de postguerra que le contaba su abuela. Cuando tenían que hacer los pucheros y las sopas con lo que tenían a mano. Si su abuela levantase la cabeza vería que sin haber tenido ninguna guerra, ellos también habían tenido que acudir a las viejas recetas.

   Pablo perdió su trabajo hacía ya más de un año. Los primeros meses fue tirando con el subsidio del desempleo, pero éste no duró mucho. Entonces comenzó la cadena de arrepentimientos. Pensaba en que no debía haber comprado aquello o no haber gastado en aquellas vacaciones. Todo era válido para echarse la culpa a sí mismo de su condición. Su condición de parado, de leproso laboral y de lamprea económica de su pareja. Manoli intentaba animarlo diciéndole que no se lo tomase todo tan a pecho, que las cosas se solucionarían tarde o temprano y que mientras tanto, bueno, a apretarse el cinturón y a recuperar los viejos trucos para las épocas de penurias. Todo muro resiste el embate de las olas hasta que un día comienza a agrietarse. Lo mismo le pasó a Pablo. A la fase de culpa le siguó la de desengaño. Se sentía engañado por la sociedad, por el mundo que le habían vendido. Tenían un coche que casi no podían pagar, que había visto un día tras otro en los anuncios de televisión. Al principio le llamaba la atención la fuerza que transmitía el anuncio. Potencia, energía y control. Palabras que el quería en su vida y que el anuncio le exponía varias veces al día, cientos de veces a la semana, miles de veces al mes, hasta que Pablo convenció a Manoli que ese era el coche que necesitaban. Era un poco caro, pero ya lo decía el anuncio, con una pequeña financiación y en tan solo ocho años era tuyo. Y ahí estaban con seis años por delante para seguir disfrutando de la potencia, la energía, el control, y como decía su madre, las letras. Pensó en venderlo pero había coches similares con precios inferiores a lo que les quedaba por pagar, así que no había vuelta atrás. Seis años de condenados a pagar el maldito coche. 

   El tema de la casa fue bien distinto. Necesitaban una casa. Pablo y Manoli llevaban más de diez años juntos, viviendo en casa de sus padres. Pablo compartía una habitación con su hermano Ernesto, que afortunadamente se buscaba otras aficiones los días que sus padres no estaban en casa. Por eso de que Pablo y Manoli pudiesen estar solos un par de horas. En el caso de Manoli no había espacio a la intimidad. Compartía el cuarto con su abuela, que quedaba exenta de aficiones para que la pareja tuviese su intimidad por falta de movilidad. Los años de adolescencia se aguantaban como podían, pero al cumplir los treinta, la cosa se hizo insoportable así que se lanzaron al piso con el aval de la abuela de Manoli y los padres de Pablo. El piso no era gran cosa, dos habitaciones, un salón, una cocina y un cuarto de baño. Nada ostentoso. En principio querían uno de una habitación pero el de la inmobiliaria los convenció para que se lanzasen por uno de dos. Al fin y al cabo no era mucho más dinero, sólo tres años más de hipoteca, y ya puestos ¿qué eran tres años más?. Tres años más de intereses y de usura escondida en brillantes sucursales. Así que después de una hora salieron de la inmobiliaria con todos la documentación firmada. Eran dueños de una flamante hipoteca de treinta y tres años. Después de firmar la hipoteca decidieron que dejarían el tema de la boda para más adelante, para cuando las cuentas hubiesen tomado una bocanada de aire. Al fin y al cabo, como dijo su amiga Gloria, las hipotecas unen más que el matrimonio.

   A todos estos pensamientos acudía Pablo en su aburrimiento. En la soledad del tiempo libre impuesto por el recorte de personal de su empresa. Se sentía engañado, frustrado, acabado y timado. Y entonces ocurrió. La idea le llegó mientras jugaba al mismo videojuego de todas las tardes. La idea para acabar con todo, para vengarse del mundo y no volver a sentirse engañado y estafado. Encendió el ordenador y consultó un par de noticias por la red. Allí estaban, esperándolo a él, esperándose a sí mismos, esperando en las colas de las oficinas de empleo. Un veinte por ciento de la población, aburridos, estafados, enfurecidos y con ganas de sangre. Sin nada que perder pues los bancos eran dueños de todo lo que tenían. Era tiempo de sacar a relucir las viejas recetas. Toda revolución está formada a partes iguales por un gran porcentaje de población descontenta, un par de líderes carismáticos y un medio de comunicación eficiente. Pablo terminó de escribir su correo electrónico cinco minutos antes de que Manoli llegase a casa. 

   El cinco de octubre del año dos mil diez, todos los periódicos nacionales recogían la noticia. Más de un millón de manifestantes se habían apoderado de la capital. El ejército no estaba dispuesto a enfrentarse a toda la vorágine furiosa. El sueldo no merecía tal peligro. La mayoría de los soldados coincidían en ello y los altos mandos no querían comprobarlo. Más de veinte surcusales bancarias ardían víctimas como causa de la rabia acumulada durante un par de años. Otras veinte iba por el mismo camino sin que se supiese cuando pararía todo. Pablo, al igual que otros manifestantes daba rienda suelta a toda la rabia acumulada durante años, sin saber que su correo había sido el detonante de la explosión. 

   Todo esto ocurría mientras en otro lugar del mundo los directivos de una empresa de diseño de videojuegos se daban la enhorabuena. Su último videojuego "Tiempo para la Cólera" había sido un éxito. La inestabilidad política en el país de su principal competidor le daba la oportunidad de hacerse con el mercado mundial. 

viernes, 8 de mayo de 2009

La Araña


  Allí estaba, en el cuarto de baño encima del retrete, al acecho esperando una pobre mosca o alguna polilla distraída. No era muy grande, no más grande que una moneda de un dólar. Tenía el cuerpo alargado con forma de violín. Era de color negro. Por lo demás era igual que otras arañas, con ocho patas y supongo que con ocho ojos mirando todo lo que entraba y salía de la habitación. Oriné con un poco de reparo. La imaginación es un poderoso enemigo en estos casos, y no me hacía ninguna gracia que saltase encima o vaya usted a saber durante el acto de evacuación líquida. Así que me dediqué a mirarla, a vigilarla mientras terminaba.

  A la mañana siguiente había desaparecido, así que me duché con tranquilidad. Pensé que en algún momento se debió de marchar en busca de terrenos más propicios de caza. Al volver del trabajo le comenté el hecho a mi mujer que me dijo que si la veía de nuevo solo tenía que tomar una zapatilla y aplastarla. Así de simple y efectivo. A mi me parecía un poco cruel. Nunca me había gustado las arañas e incluso he declarar en mi contra que poseía una ligera aracnofobia que me hacía saltar como una quinceañera cada vez que una se posaba en mi espalda, pero de ahí a matar un ser vivo por el mero acto del miedo me parecía excesivo. Con estas divagaciones me fui a la cama.

  A mitad de la noche me levanté para beber agua e ir al cuarto de baño y allí estaba de nuevo. En el mismo sitio, sobre el retrete. Conforme me movía en la habitación pude contemplar con horror como ésta me seguía, cambiando su posición para tenerme siempre a la vista. Fui por una zapatilla tal y como me había dicho mi mujer pero desistí convencido de que se iría en algún momento. Una hora más tarde y rozando las cuatro de la mañana pude entrar en el cuarto de baño y orinar con cierta inquietud. Que no la viese no significaba que no estuviese allí. Al día siguiente preferí no decirle nada a mi mujer, a sabiendas de que me miraría con la misma cara de estupefacción  que utilizaba cuando hacía alguna tontería. Durante el desayuno estuve consultando en la red que tipo de arañas tenían esa forma y descubrí con preocupación que podía tratarse de dos especies distintas físicamente muy parecidas. Una de ellas era un tipo de araña común de Norteamérica, de hábitos nocturnos y con un tiempo de vida medio de año y medio. La otra era un tipo menos común, también se encontraba distribuída por la franja norteamericana que separaba los Grandes Lagos del océano Atlántico. Ésta tenía la particularidad de que tenía un potente veneno que si bien no era mortal, necrosaba el área de la picadura. En otras palabras, que matar no mataba pero el veneno pudría literalmente toda la carne con la que estaba en contacto. Las fotos no eran más esperanzadoras. Se veían manchas pulposas y ennegrecidas alla donde antes estaba la mano. El autor de la información decía que no obstante era fácil diferenciarlas, la inofensiva poseía ocho ojos, la peligrosa seis. Se me antojó que tal diferenciación no debía ser tan fácil como decía el autor, ya que no me veía de madrugada encaramado entre el retrete y el lavabo contando los ojos de una araña potencialmente peligrosa, todo mientras mi mujer dormía en la habitación adyacente roncando como un animal de granja.

   Esa noche volvió a aparecer. Esta vez en el quicio de la puerta, esperando a otro pobre insecto o en su defecto a un escritor hipocondríaco. Intenté contar el número de ojos que poseía desde una distancia segura como podía ser desde la puerta del dormitorio. No había manera. A duras penas podía distinguir las ocho patas. Así que se me ocurrió tomar una instantánea con la cámara de fotos digital y una vez en el ordenador ampliarla para contar tranquilamente el número de ojos que poseía. Casi desperté a mi mujer en el acto de buscar la cámara y tomar las fotos pero finalmente tuve una docena de ellas que pasar al ordenador. Por desgracia el sonido del inicio de "Windows" despertó a mi mujer, que me gritó desde la cama que dejase de hacer tonterías y volviese a la cama. Resignado volví prometiéndome que volvería a la mañana siguiente para aclarar la duda de una vez por todas.

   Endendí el ordenador tras el desayuno,  mientras mi mujer se duchaba y pasé todas las fotos al ordenador. Al ampliar las fotos descubrí que estaban borrosas. Todas estaban borrosas y en ninguna contarse cuantos ojos tenía la araña. Pasé todo el día preocupado, creía haber contado seis ojos pero no estaba seguro, así que volví a esperar hasta que la hora de caza. No pegué ojo hasta entonces. A las dos de la mañana me levanté sigilosamente y fui hasta el cuarto de baño. Allí estaba. Me acerqué poco a poco, temeroso de que saltase. Se movió, primero lentamente y luego con más rapidez hasta situarse frente a mi. Sentí como me observaba preparada para atacar si era necesario. De pronto el silencio quedó roto por la voz de mi mujer, "Coño Paco no te he dicho que matases a la puta araña y dejases de hacer el idiota". Sin mediar más palabras se descalzó y de un rápido movimiento la aplastó.

   En cuanto se volvió a quedar dormida cogí su zapatilla y me fui hasta la cocina. Con una lupa intenté contar los ojos en el cadáver aplastado, pero era imposible. Volví a la cama frustrado mientras sabía que siempre me quedaría la duda de si tenía o no seis ojos, y lo que era peor, si habría dejado alguna descendencia con instintos vengativos.

jueves, 7 de mayo de 2009

La Cena de los Viernes a Final de Mes


  Ella era de las duras y él de los difíciles. Extraña pareja. Los conocí harán ya un par de años. Estaba tomando una cerveza con Nuria en la plaza de España cuando se presentaron. Nuria y él se conocían, eran antiguos compañeros de clase. Los invitamos a que se sentasen con nosotros. Hacía un clima muy agradable. Una brisa marina suavizaba el calor veraniego. Pidieron un par de cañas y comenzaron a ponerse al día. Aburrido abordé a su acompañante preguntándole a que se dedicaba. Ella me dijo que se dedicaba a perder el tiempo escribiendo cuentos para niños, pero que entre cuento y cuento, digamos que de ocho a tres, repartía el correo por el barrio. Tímidamente le dije que yo tenía una librería. La herederé de mi padre cuando éste se jubiló. Le conté había estudiado filosofía pero como las cosas estaban tan difíciles, terminé por continuar el negocio familiar. 

  Esto debió de despertar su interés pues dos semanas más tarde apareció por la librería. Le buscaba un regalo. Fácil de leer, ameno y no muy grande. Quería que él lo disfrutase en los trayectos en metro desde su casa al trabajo. Hice un repaso de género, de aventuras a drama y de novela histórica a ciencia ficción. Se decantó por "Balzac y la Joven Costurera China". De paso ella se llevó "Los Premios" de Cortázar. Estuvimos hablando un rato de libros. Me contó que llevaba años buscando un libro de un escritor sudamericano que escribió un cuento de ranas que cantaban a ritmo de jazz. En aquel momento le sonó el móvil y se despidió diciendo que ya nos veríamos. Estuve toda la tarde pensando en que libro sería ese. Trabajar en una librería facilita las cosas, y más si era verano y no había mucha gente en la ciudad. Pero no pude encontrar nada parecido. Vendí un ejemplar de bolsillo de "Un Tranvía en SP" a un chico con la cara llena de acné y poco más. El resto de la tarde estuve leyendo "Robison Crusoe". Todos los veranos lo releía mientras soñaba con irme de vacaciones a una isla desierta. 

  Volví a saber de ellos una semana más tarde. Nuria recibió un correo electrónico en el que nos invitaban a cenar. Pasó a recojerme por la librería y fuímos por el paseo marítimo hasta su casa. Mientras caminábamos me estuvo contando que los conocía desde los primeros años de la carrera, en especial a él, con el que compartió más de una noche de estudio en la terraza de sus padres. Él y ella tuvieron a Bernardo en común durante mucho tiempo, tanto que cuando éste desapareció creo un gran vacío que jamás se ha llenado. Ella perdió a su hermano. Él a su mejor amigo. No volvieron a ser los mismos. Nadie supo cuando empezó su relación pero Nuria me contó que pasaban mucho tiempo juntos recordando a Bernardo, viendo sus fotos o leyendo los poemas que escribió. Tras varios meses en los que la tristeza se convirtió en depresión la familia de Bernardo decidió mandar a su hija con sus abuelos maternos. Pensaban que un cambio de aires le haría bien pero ella no se dejaba ayudar. Se llevó consigo las fotos y todas las tardes les leía algún cuento que ella misma escribía. Y sin embargo en todo ese tiempo nadie la vio ni llorar ni sonreír. Él fue a buscarla cuando terminó el curso. Me dijo Nuria que no soportaba estar solo y que tenía cambios de humor repentino. Sus lágrimas florecían con demasiada facilidad y reía sin control, como los locos, sin que nadie pudiese entenderlo ni siquiera él. 

  La cena fue bien. Él me agradeció la elección del libro y estuvimos hablando sobre algunos autores como Orhan Pamuk o Günter Grass. Nuria y ella estuvieron hablando de la casa y del trabajo. Pasamos una velada muy agradable que hemos ido repitiendo muchos viernes a final de mes y sin embargo todavía hoy no puedo recordar ningún momento en los que viese, a ella sonreír y a él, reír sin agonía.

lunes, 4 de mayo de 2009

Ley de la Simplicidad


  La Iniciativa de Kuk Seldon (Séptima parte y epílogo)

  "Cuando un sistema que deja de cumplir las condiciones para considerarse un sistema complejo abstracto, deja de poder predecirse su comportamiento. Su comportamiento puede afectar de otros sistemas complejos por una simple ley de acción y reacción dentro de la incertidumbre que el mismo genera".

   Siempre se ha dicho que la historia la escriben los vencedores, pero en el caso de la historia de Seldon, una gran parte de ella permenece oculta y enterrada por la leyenda. Fue en Costa Rica, en un exilio forzado con su familia donde encontró una salida al desequilibrio que habían creado las leyes de Kuk en el mundo. Asumía su culpa, a pesar que la mala utilización de dichas leyes provenía de otras personas. El mundo no debía seguir soportando la carga de unos pocos.

  Los pocos documentos escritos que se conservan hacen pensar que Seldon encontró la solución al problema entre las conversaciones que tuvo con Gabriel Rice. Las leyes de Seldon no pudieron aplicarse a los estudios sociales, hasta la intervención de Kalinowski en el sistema económico. No obstante la acción de Seldon volvió a cambiar esto. Tricia lo definió años más tarde como el último don que Seldon dejó al mundo, el del libre albeldrío lejos de las leyes que él mismo había creado. Kalinowski no llegó a hacer ninguna declaración. Los movimientos sociales que desencadenó la acción de Seldon empujaron a algunos alborotadores a atacar las sedes de la empresa de Kalinowski acabando con su vida en los meses siguientes al discurso de Seldon en Times Square.

  Era una mañana de octubre del año 2039. Los árboles empezaban a mudar color de sus hojas y desde el avión los bosques de que rodeaban Nueva York eran una alfombra tejida con rojos, amarillos y ocres. Seldon estaba bastante tranquilo. Una hora antes de que su vuelo aterrizase en el aeropuerto JFK bromeaba con su compañero de asiento sobre el tiempo que haría esa tarde para su discurso. Lo consultó en una base de datos que años antes había creado. Sol, con ligeras rachas de viento. Temperaturas en torno a los quince grados centígrados. En el aeropuerto lo esperaba Roger McKenzie, uno de los principales asesores de la cadena de televisión CNN. Todo estaba organizado para que diese un discurso desde Times Square, dentro de un programa organizado por la CNN por un mundo más sostenible. Al contrario que en el discurso de los premios Nobel, Seldon estaba bastante tranquilo. Subió al escenario con paso resuelto, miro al cielo y comenzó su discurso que había estado escribiendo durante más de seis meses. Todo estaba planeado, él era la última variable de la ecuación con ese discurso y con su acción ejemplar. Habló del ecosistema y de la explotación de éste y de como la comercialización de los ecosistemas a través de las empresas no era la solución. Habló de como las compañías explotaban a los trabajadores y como éstos se hallaban sutilmente drogados en por el consumo. De como la sociedad se iba separando cada vez más en estratos económicos, de como se perdían los valores y la cultura. Habló del futuro que les deparaba. Millones de personas estaban viendo el discurso a través de las redes de televisión e internet, pero lo miraban anestesiados, como el que ve una guerra por televisión y ve que los muertos, la sangre y las mutilaciones son irreales. Entonces Seldon golpeó con el bastón de la realidad. Tomó veinte nombres al azar, y les describió que estaban haciendo, que estaban pensando, que habían hecho ayer y que harían después del discurso. "Las leyes de Kuk repararían lo que las leyes de Kuk torcieron", dijo. Entonces sacó de su bolsillo una píldora verde y un libro. Dio las gracias a su familia y a sus amigos por haber compartido su vida con él, y se tomó la píldora mientras leía delante de las cámaras los primeros párrafos de 1984.

   El suicidio de Seldon abrió la caja de Pandora. El presidente Shaffner intentó hacer caso omiso a los movimientos sociales que empezaron a gestarse tras el discurso de Seldon. Tal y como dijo Seldon, pues fue uno de los veinte elegidos en su discurso. A la oposición le resultó realmente fácil acabar con el presidente, ya que conocían todos y cada uno de sus movimientos. Shaffner presentó su renuncia a finales de ese mismo año. Kalinowski todavía aturdido por los hechos empezó a ver como el sistema empezaba a presentar ciertas singularidades que hacían imposible predecir los siguientes movimientos económicos. Unos de sus socios, Gregory Smithson, tal y como predijo Seldon, le retiró su apoyo una semana antes de que el Movimiento de Sostenibilidad encabezado por Marian Le Blanc, atacase una de las sedes de la compañía de Kalinowski. Le Blanc también fue una de las veinte personas de las que Seldon habló en su discurso, y encontró en el liderazgo del Movimiento el sentimiento de bienestar que había estado buscando toda su vida. José Jiménez, jamás llegó a saber quien fue Seldon, pero vió como las grandes compañías cafeteras se retiraban de las montañas de Colombia. El principio fue duro, pero tras varios años organizó una cooperativa con ayuda de su hijo que había leído algo del profesor Pereira. Tal y como predijo Seldon, vivió en general una vida feliz sin abandonar los cafetales que durante generaciones había mantenido a su familia. 

   Con todo esto, es justo poner fin a la biografía de Seldon diciendo que ésta terminó tal y como él lo predijo cuando habló del último de los veinte. Con estas palabras: "Y escribirá sintiéndose que había terminado su labor, que la vida de todos los hombres están conectados y que aunque hacía tiempo que Seldon había muerto, sus aguas siguen bañando las costas de la humanidad recordándonos que todos pertenecemos al mismo sistema abstracto".

domingo, 3 de mayo de 2009

Pagados por las Colonias


   Cuando la edad de los héroes llega a su fin, es el destino de los poetas mantener su recuerdo vivo a través de los tiempos, y así, el día que vuelvan a ser necesarios, estos renazcan como hojas en una nueva primavera. Dejadme pues que sea mi historia la que llegue a vuestros oídos. Una historia de heroísmo y nobleza de esas que ya no quedan, de esas que los abuelos contaban a sus nietos las noches en las que la tormenta se acercaba para que esa noche soñaran con el valor.

   Bernabé de Riedra era un hombre común de los que se ganaba la vida alquilando su brazo en tiempos de guerra. No era un espadachín brillante, ni siquiera era un hombre de alma pura, pero era un hombre de palabra. Corrían tiempos difíciles en las colonias. El enemigo había adoptado una nueva estrategia, la de incitar al pueblo a la rebelión, y los impuestos eran una buena razón para ello. De esta manera, en varios meses fue necesario que una fuerza de mercenarios fuese a calmar las aguas a son de espada y algo de oro. Así que el procurador contrató a una centenas de mercenarios para poner order en la capital. Eran hombres aguerridos y bastos, de manos duras como marineros y aliento podrido por la sangre y el vino. De entre ellos destacaba un grupo compuesto por un valenciano llamado Bernabé de ojos tristes, un gaditano de piel morena y gracia en el cante llamado David y el completando el trío, Xavier, el vasco, tan grande como un buey y probablemente con el mismo corazón.

   Embarcaron desde el puerto de la Tacita de Plata hacia las colonias. Hacinados en una fragata junto a otras mil almas que iban a ganarse la vida a otras tierras. Atrás quedaban familias y amigos, bocas a las que alimentar con las esperanzas puestas en que el centenar de mercenarios que partían, traerían los dineros que le darían de comer durante al menos un par de años. En el caso de Bernabé, dejaba atrás una mujer de cabello negro y palabras certeras que era la madre de dos almas, Mario, el mayor y Laura, la pequeña, que compratían con su madre el sabor de la verdad y la curiosiad de los gatos. El gaditano, que había conocido a Bernabé durante el mes que tuvieron que esperar antes de embarcar, dejaba a una mujer de dientes torcidos y a una querida, que le había buscado más de un problema con su marido. De hecho, en una noche de borrachera le declaró a Bernabé que se iba a las colonias mientras se calmaban un poco las aguas, fuese a ser que un día encontrasen su cadáver en las playas de Puerta de Tierra. El viaje duró más de un mes, y un algunas tormentas hicieron su vida peligrar de un hilo en un par de ocasiones. Llegaron a su destino cansados y desnutridos. El recibimiento fue hostil. La población los veía con malos ojos. Eran las espadas de alquiler que iban a poner orden durante varios meses. Al fin y al cabo asesinos contratados por el procurador del rey cuyo trabajo era hacer que siguiesen fluyendo las riquezas al reino. Un par de muertes ejemplarizantes harían el resto.

   El centenar de hombres se establecieron en el cuartel de la Buena Esperanza, junto a la fortaleza que dominaba toda la ciudad desde la colina de San Esteban. Ésta no era muy grande, no más de diez mil habitantes, la gran mayoría familias que habían viajado al nuevo mundo en busca de un pedazo de tierra que labrar sin la avaricia de la nobleza nacional. La misma noche que llegaron a la ciudad comenzaron los altercados y un par de soldados resultaron muertos en una reyerta. Ya se sabía que aún teniendo una espada y un buen cuero para protegerse, un pincho o una daga bien podían dejar seco un hombre si se lo colaban por debajo de las costillas. Al día siguiente el procurador estableció una nueva ley por la cual no se dejaba pasear por las calles de la ciudad una vez el sol tocase en el horizonte. Lejos de calmar las cosas eso excitó aún más a los revolucionarions y las cosas se pusieron realmente difíciles para soldados, mercenarios y los agentes de la corona. Fue la mañana de un martes cuando estalló lo peor. En una reyerta entre un campesino y un soldado una niña resultó muerta por herida de mosquetón. Fue el principio, y como siempre pasa, pierden más aquellos que menos tienen. Ni Bernabé, ni David ni Xavier sabían el importante papel que iban a desempeñar para la historia de esa pequeña ciudad.