Era una de esas noches en las que algún infierno abría sus puertas llenando la ciudad con el calor de sus calderas. Arturo fumaba en
Buen plan. Se armó para la ocasión con bañador roído, camiseta de Heineken y chanclas de casa y salió por la puerta del horno en el que se había convertido su casa. Cuando recogió a Julia no pudo evitar una sonrisa lasciva. El calor del verano contribuía a resaltar la figura femenina. No era la más guapa ni tenía un cuerpo diez, pero ese vestido de lino blanco le transportó fuera del mundo un instante. Pasaron por un chino y después de un regateo lograron que le vendiesen un par de litros de cerveza fuera de horario. Cogieron la moto de Julia y llegaron a la playa en veinte minutos.
Se mojaron los pies y se sentaron en las rocas. Hablaron del pasado, cerveza en mano, recordando las anécdotas, los amigos, sus años de universidad, sus viajes y sus antiguas parejas. Hablaron de los conciertos de aquellos grupos que empezaban y que ya habían desaparecido. Hablaron de los problemas del trabajo. Hablaron y hablaron hasta que la mañana los sorprendió en el último trago de
Llegaron a casa de Julia, aparcaron la moto y se despidieron sin muchas ceremonias, cansados por la noche en vela. La calle comenzaba a retomar la vida diaria antes de que el calor volviera a hacer estragos con sus habitantes.
Fue una de esas noches impredecibles de las que se recuerdan años más tarde mientras fumas en otra terraza o das vueltas otra cama, con la sensación de que pasó una estrella fugaz y se te olvidó pedir un deseo.