sábado, 23 de febrero de 2008

La noche bajo el temporal


   El Baile del Hurón Azul (Segunda Parte)

   Mi primera noche a bordo del Hurón Azul se me antojó eterna. La goleta era zarandeada una y otra vez por un mar embravecido que nos demostraba con cada arremetida lo frágiles que éramos. Estábamos en mitad de una gran tormenta, con mucha agua encima y debajo de nuestras cabezas. “Muchacho, peores las hemos visto” me dijo el marinero de ojos verdes mientras ayudaba a otros tripulantes a recoger la latina. Todo el barco crujía y se quejaba como un viejo que teme a la muerte y sin embargo, bien por la experiencia o por el valor, los marineros permanecían en sus puestos, actuando como una máquina bien engrasada y puesta a punto. Volví al camarote con el estómago todavía revuelto sin haber vacíado mi efímera cena sobre el mar por miedo a caer por la borda y desaparecer entre las olas. Lamenté no haber llevado encima una botella de vino que me hiciese más llevadera la tormenta, quizás ebrio hubiese podido dormir algo. Me tumbé sobre mi camastro y busqué en tu recuerdo el alivio, pero el movimiento lo hacía imposible y de nuevo salí a la cubierta buscando algo que hacer y que eliminase la desagradable sensación de un fin inminente que habitaba en mi cuerpo. Encontré al capitán junto al timón. Gobernando la nave imperturbable. Me situé junto él y ñe pregunté si la tormenta era de temer. “Todas son de temer señor Brown como las mujeres, estás son imprevisibles y uno hace bien en andarse con ojo aunque duerma con ellas todas las noches” me contestó casi con una carcajada, “Pero no tema, ésta en principio solo va a darnos un par de mareos. Si le cuesta conciliar el sueño, vaya a ver al cocinero, además de sopas prepara algún que otro remedio casero para los estómagos revueltos y los dolores de cabeza”. Tras eso, se caló mejor la capucha del impermeable y continuo manejando el timón.
No tardé en encontrar el cocinero en la bodega jugando a los dados con un par de tipos de ojos pequeños y manos rápidas. Llamó mi atención que además de cacerolas y fogones gastaba su tiempo con los dados, el ron y la cháchara de los antiguos corsarios a pesar de que que su apariencia mostraba a un individuo de los de pocas palabras. A lo largo de estos años no pude olvidar ni su nombre, David Marfil, ni su comida, en especial esas sopas de pescado y patatas aderezadas con un poco de clarete. Entre tirada y tirada me atreví a interrumpirlos para pedirle el remedio del que me habló el capitán. Me contestó con su característico acento del sur “Un par más de apuestas y estoy contigo pescadito. Estoy en racha y no quiero es que estos señores se vuelvan a su hamaca con más peso del necesario”. En cuento terminó lo acompañé a la cocina. Abrió un par de botes y lo mezcló con un poco de zumo de limón y ron. “Y con esto estás servido” me dijo mientras se despedía. Si el olor era desagradable, el sabor lo fue más, pero pasados unos minutos, como si de una antigua magia se tratase el mareo me abandono dejando en su lugar un gratificante cansancio. Me fui al camarote y me tumbé sobre el camastro mientras el sueño se apoderaba de mi, esta vez mecido por las olas.
Recuerdo como si me acabase de levantar el sueño que tuve esa noche por lo que ocurrió algún tiempo más tarde. Recuerdo que me encontraba en una pequeña barca en mitad de la niebla, junto a una mujer joven con una edad cercana a la veintena. Cabello rubio y rizado y ojos azules de mirada asustada. Vestía con un vestido blanco de vuelo amplio y una rebeca verde. Junto a ella un hombre de pelo y barba negra, con algunas canas. Vestía con un traje muy parecido al que usaba mi padre en su trabajo solo que la camisa que llevaba era azul. Mientras la barca se deslizaba entre la niebla su mano derecha jugaba con el agua. Recuerdo que tenía la sensación de que algo malo iba a ocurrirle por ello pero no pasó nada. Todos estaban callados cuando el hombre señaló hacia una luz a la que nos dirigíamos. Conforme nos acercábamos a la luz el agua se oscurecía cada vez más hasta que el hombre sacó su mano del agua y vi que era sangre. El hombre me miró fijamente y dijo “Navega con cuidado en este mar de justificación y remordimiento” y acto inmediato cojió un reloj de plata que llevaba en el bolsillo y lo arrojó hacia la luz “Los años no liberan, encadenan”. En tic tac del reloj fue adueñándose poco a poco del sueño mientras la barca entraba en la luz. Vi la goleta encallada en la nieve y desperté.
Al despertar por la mañana me sentí desorientado. Pude ver por el ojo de buey que el temporal había remitido y que de él solo quedaba un cielo encapotado y algo de viento. Salí del camarote pensando todavía en el extraño sueño rumbo al comedor para tomar un buen desayuno. En ese momento me crucé con el individuo de mi sueño. Allí estaba en el pasillo con el mismo traje esperando en la puerta de un camarote a que saliese alguien. Me presenté con un escueto “Buenos días, soy Hugo Brown”. El individuo convirtió mi recuerdo onírico en algo más tangible al contestarme con acento italiano que era Enrico Roversi y que el señor Ramón de Bidasoa le había hablado de mi durante la cena de anoche. Con cierta intranquilidad seguí mi camino hasta el comedor, donde me dejé caer sobre una de las sillas. Uno de los marineros que trabajaban junto al cocinero me preguntó que qué iba a tomar. Mi café con leche y el par de tostadas se convirtieron en una infusión con un par de mendrugos de pan. Lo devoré con no muchas ganas mientras pensaba en el extraño sueño, en el italiano y en el viaje. Parecía que mi pequeña aventura iba a ser bastante más compleja de lo que imaginaba.

jueves, 7 de febrero de 2008

Soltando amarras


   El Baile del Hurón Azul (Primera Parte)

   Como si tuviese piedras en el corazón y éste fuese una cesta de la que no te puedes deshacer. Así me sentía mientras mis pies daban sus primeros pasos en el barco. El olor a salitre rodeaba todo en una atmósfera triste y lúgubre. Las nubes no habían dado un respiro a las gentes del pueblo que comenzaban a suspirar por algún rayo de sol invernal. Vi al capitán en la proa del barco, erguido, oteando el horizonte como un sabueso en busca de su presa. Al escuchar el crujido de las tablas se volvió hacia mi. “Bienvenido a mi barco señor Brown, aunque siento decirle que hoy va a ser un día difícil para zarpar, la mar está inquieta”. Sus ojos escudriñaron mi pensamiento y seguro que detectaron mi miedo como habían detectado la inquietud del mar en calma. Durante un instante quedé atrapado en su mirada del mismo color azul que las aguas del Mediterráneo junto a las islas griegas. Vislumbré parte de la sabiduría que se escondía en este viejo lobo de mar. “Puede dejar sus cosas en el segundo camarote de la derecha que está al bajar las escaleras” dijo mientras se dirijía hacia el puente.
Mi camarote era bastante estrecho. El catre estaba tan pegado al escritorio que había que utilizar éste como silla. Junto a la cabecera de la cama había un ojo de buey que dejaba pasar la tenue luz del día encapotado. Desempaqueté mis cosas, ordené mis cuadernos y mis libros. Saqué lápices y plumas dispuesto a no dejar escapar ninguno de los detalles del viaje. También saqué un retrato de la bella Sofía. Lo había hecho varias semanas antes, cuando paseábamos junto al rio y entre las hojas caídas de los arces blancos tapizaban el suelo con ocres y verdes. Me encapriché de los rizos de tu pelo, de tus labios y de la sonrisa que tímida me dedicabas cada vez que te miraba fijamente. Allí mismo, bajo un roble que aguantaba estoico la llegada del invierno saqué mis útiles y mi cuaderno. Dejé que mis manos acariciasen los rasgos de tu rostro con el carboncillo, dejando así un testigo que me hiciese compañía en mi viaje. Allí hablamos del futuro común que tendríamos a mi vuelta y allí me llevé el sabor de tus labios desde los mios hasta el corazón. Cuando terminé de hacer más acojedor el camarote subí a cubierta. No vi al capitán, pero la tripulación del barco de afanaba en preparar la nave para el largo viaje que íbamos a emprender. Intenté ponerme en un lugar donde no estorbase pero me resultó imposible, tropecé con un marinero de ojos verdes que masculló un par de insultos que no pude entender. “Contramaestre Espada” escuché gritar al capitán desde el puente, “acomode a nuestro invitado en un sitio donde no se vaya a caer por la borda”. Inmediatamente de entre los marineros apareció un individuo enorme, de piel morena y ojos negros. Sobre sus brazos curtidos en más de una tormenta destacaban los tatuajes de dos árboles, sobre el derecho el de un roble y sobre el izquierdo el de una higuera. Me parecieron extraños para un marinero. “Ey shico, vente pa' ka, antes de que te haga daño” dijo en tono de sorna. Lo seguí, y tras una vuelta alrededor del puente me acompañó a mi cuarto. “zagál , mejó que te quehes aquí hasta que salgamos, si quieres sube cuando ecushes la campana”, y se alejó con una sonora risa.
Miré por la ventana al puerto. Veía mucho movimiento, quizás por la partida del Hurón Azul, quizás porque los viejos lobos de agua salada predecían que se acercaba una buena tormenta. Me inquietaba que el capitán quisiese salir con este tiempo, pero lo que me contestó fue que no es este tiempo el que me ha de preocupar, sino el de los mares del norte donde el frío y la oscuridad roban a los hombres la ganas de vivir. Saqué uno de mis cuadernos y comencé a dibujar lo que iba viendo del puerto. Llamaron a la puerta de mi camarote y escuche una voz ronca que me pedía permiso para entrar. “Buenos días señor Brown” se presentó el individuo bajo y calvo que acababa de entrar en el ya estrecho camarote. “Mi nombre es Ramón de Bidasoa, voy a ser uno de sus compañeros en este largo viaje, he sido contratado por la compañía para recolectar bienes”. Estuve a punto de preguntar a que se refería con la palabra “bienes” pero la campana comenzó a sonar indicando que estábamos a punto de zarpar. Vi como Ramón se dirigía junto con una gran maleta al camarote del fondo. Volví a subir a cubierta para despedir junto a los marineros la tierra firme. El capitán con una mano en el timón y la otra señalando al horizonte gritó “Soltad amarras”. Sentí un nudo en el estómago pues veía como dejaba mi vida junto a las sogas que aguantaban el barco a un lugar seguro. Junto a estas, en el puerto, niños y mujeres se despedían con pañuelos azules a los tripulantes del barco mientras la proa enfilaba hacia el mar.