miércoles, 12 de diciembre de 2007

Junto al cubo de basura

La pequeña Dorotea era de esas niñas menudas y ojos soñadores de las que jugaban con desgracias. Su madre todavía recuerda con lágrimas en los ojos al pequeño Pato. Fue una mañana de invierno la que trajo Pato a casa. Apareció olisqueando un cubo de basura con sus enormes bigotes y no tardó en maullar para llamar la atención de los dueños del cubo. Dorotea lo escuchó. Fue amor al primer maullido. Tomó al pequeño Pato entre sus manos y lo escondió bajo su abrigo mientras entraba en casa. Subió a su dormitorio, silenciosa, conteniendo la respiración. Su madre pareció no darse cuenta de que bajo el poliéster y la pluma sintética iba un felino desgarbado y juguetón. Al llegar al cuarto lo dejó sobre la cama. Bajó por un poco de leche y un par de rodajas de mortadela. Durante la espera Pato comenzó a explorar lo que iba a ser su hogar. La mortadela fue el principio de una gran amistad entre los embutidos y ese pequeño gato callejero.

Pasaron las semanas, y tras el enfado inicial, Dorotea consiguió que sus padres aceptasen a Pato como un integrante más de la familia. La timidez del minino se esfumó más rápido que los trozos de pescado olvidados sobre la mesa. Algunos sillones comenzaron a sufrir sus instintos al igual que calcetines y útiles de costura. Aún así, la desesperación que causaba a los progenitores de Dorotea quedaba compensada con la felicidad que derramaba cuando jugaba con ella. Muy obediente no era, como todos los gatos, pero mantenía sus uñas lejos de aquello que le iba a dar problemas.

Conforme fue creciendo la familia fue tomándole más cariño. Pagaba con ronroneos los trozos de comida que caían accidentalmente de la mesa, sobre todo los de Dorotea. Dormía con ella, a sus pies, tomando parte del calor de su cuerpo y asustando a todas las pesadillas que la perseguían las noches de tormenta. Miraba con ojos atentos todo lo que la niña hacía, desde que se levantaba hasta que regresaba a la cama, faltando solo a su cita aquellos días que se levantaba algo más aventurero de lo normal. Esos días hacía suya la calle persiguiendo ratas o bufando a otros gatos. Demostrando que a pesar de su tamaño y su vida fácil, seguía siendo ese depredador que temían los gorriones.

La semana fatídica hizo calor. Pato había abandonado durante la noche la compañía de Dorotea, seguramente en busca de un nuevo trofeo. Ella se levantó intranquila y preguntó a su madre por Pato. Miraron en todos los cuartos, incluidos aquellos rincones que le gustaba esconderse. No apareció. Cuando su padre llegó de trabajar volvieron a repetir la operación con el mismo grado de éxito. Se fue a la cama triste y preocupada. Esa noche las pesadillas camparon a sus anchas por su pequeño cuerpecito y se despertó entre lágrimas y sollozos. La angustia duró varios días hasta que su vecino, el viejo señor Olson apareció en casa. Le dijo a su vecino que por favor pasase por casa cuando pudiese, que tenía noticias de Pato, pero que no dijese nada a Dorotea. Cuando volvió de casa del señor Olson, el padre de Dorotea no podía contener las lágrimas. Vio a Pato. Olió su pelo quemado. Vio uno de sus ojos inerte, blanco y sin vida. El otro había desaparecido y solo quedaba una cuenca vacía. Sus patas revelaban el sufrimiento que había acabado con su vida mientras las llamas lo devoraban. El señor Olson le dijo que hacía varios días unos adolescentes entraron en el barrio, y que tras romper algunos cristales, quemaron varios cubos de basura. Un par de días más tarde descubrió lo que quedaba de Pato cuando estaba haciendo limpieza en casa.