miércoles, 12 de marzo de 2008

Ante las Costas de Lewis


   El Baile del Hurón Azul (Tercera Parte)
   
   El encuentro con Enrico Roversi solo se repitió un par de veces más antes de llegar al puerto de Stornoway. El primero de ellos sucedió una fría mañana de Febrero, mientras caían algunos copos de nieve sobre el barco que no llegaban a cuajar. Caminaba por la cubierta con el Ramón de Bidasoa mientras me hablaba de parte de su vida y de como se había enrrolado en semejante aventura. Estaba contándome que había crecido en el puerto de Gijón cuando el italiano pasó junto a nosotros y nos dio los buenos días. Ramón le devolvió el saludo como si de un vecino se tratase y continuó su historia. Así me enteré que antes de trabajar para la compañía estuvo trabajando con su tio como armador en San Sebastián. Que intentó estudiar Leyes en Oviedo, pero que una reyerta con un par de estudiantes lo llevaron a dejarlo y a huir hasta Barcelona donde vivió más de diez años. Creo que no me olvido nada importante. Estuve intentando que me contase para que compañía trabajaba, pero aun hoy día sigo desconociendo el nombre de tal empresa. No obstante años más tarde, cuando visité ciudades como San Sebastián o Barcelona me acordé de lo que aquel día me estuvo contando Ramón mientras veíamos nevar sobre el mar del Norte.
El segundo encuentro tuvo lugar la noche antes de que viésemos la costa de la isla de Lewis. Se encontraba fumando una pipa en la proa del barco bajo el cielo estrellado que la naturaleza quiso regalarnos esa noche. Me acerqué hasta él distraído, disfrutando de la noche que aunque fría era tranquila. Al verme se volvió y dejó de mirar por la borda. Me saludó con la mano, y al ver que le devolvía el saludo con cierta amabilidad se acercó hasta mi. Comenzó su conversación hablando del tiempo, pero no tardó en adentrarse en aguas de mayor interés preguntándome sobre mi trabajo en el barco, la naturaleza de mi viaje y las causas que me motivaban a ir hasta una tierra desconocida. Le contesté que simplemente tenía cierto afán de aventuras y que iba en el papel de un cronista gráfico. Al decirle eso se mostró entusiasmado pues me declaró que el llevaba un diario de lo que allí iba ocurriendo y que se sentiría honrado si lo tomase para completar mis ilustraciones. Que si bien había estado escribiéndolo en italiano comenzaría su traducción a mi idioma para que lo entendiese sin problemas. Lo vi tan entusiasmado que le di rápidamente una respuesta afirmativa y me devolvió una enorme sonrisa. En aquel momento, roto el hielo, le pregunté si la función de su viaje era también la de describir con palabras lo que allí iba ocurriendo. Me contestó con una media sonrisa que su labor en este viaje era la de protección de parte del pasaje. Una nueva pregunta no se hizo esperar “¿El señor de Bidasoa?”. Me contestó negativamente con la cabeza y dijo “Señor Brown mi cliente todavía no está en el barco y todavía no sé si finalmente subirá a él”. Para no dejar oportunidad a nuevas preguntas sobre el mismo tema dirigió la conversación hacia mis dibujos antes de despedirse educamente. Me quedé mirando el mar sumido en mis pensamientos hasta que el sueño me dirigió a mi camarote. Al bajar las escaleras vi una luz encendida del camarote de Enrico. Silenciosamente me acerqué hasta él para ver si podía averiguar alguna cosa más de tan inquietante individuo. El camarote estaba vacío, había una maleta que sobresalía por debajo del camastro y sobre éste había un sable. Sobre el escritorio había un pequeño cofre de madera. Al acercarme algo más a él pude apreciar que la madera tenía tallada pequeñas hojas de arce que cubrían por completo su superficie. La cerradura que lo guardaba parecía hecha en bronce y al igual que la superficie del cofre tenía una talla inusual. Un pequeño dragón con las alas extendidas a modo de refuerzo sobre los cierres. Escuché crujidos sobre la madera. Alguien que se acercaba. Me dirigí hacia el comedor conteniendo la respiración. Rezando por no ser descubierto. Me situé tras la puerta. Vi como Enrico se dirigía a su habitación y minutos más tarde apagaba la luz. Esperé un buen rato hasta que mi corazón dejó de latir con fuerza, solo entonces volví a mi habitación con el mismo sigilo que me había protegido en mi curiosa exploración. Me acurruqué en la cama y me quedé dormido con la ropa aun húmeda por el paseo sobre la borda.