domingo, 3 de mayo de 2009

Pagados por las Colonias


   Cuando la edad de los héroes llega a su fin, es el destino de los poetas mantener su recuerdo vivo a través de los tiempos, y así, el día que vuelvan a ser necesarios, estos renazcan como hojas en una nueva primavera. Dejadme pues que sea mi historia la que llegue a vuestros oídos. Una historia de heroísmo y nobleza de esas que ya no quedan, de esas que los abuelos contaban a sus nietos las noches en las que la tormenta se acercaba para que esa noche soñaran con el valor.

   Bernabé de Riedra era un hombre común de los que se ganaba la vida alquilando su brazo en tiempos de guerra. No era un espadachín brillante, ni siquiera era un hombre de alma pura, pero era un hombre de palabra. Corrían tiempos difíciles en las colonias. El enemigo había adoptado una nueva estrategia, la de incitar al pueblo a la rebelión, y los impuestos eran una buena razón para ello. De esta manera, en varios meses fue necesario que una fuerza de mercenarios fuese a calmar las aguas a son de espada y algo de oro. Así que el procurador contrató a una centenas de mercenarios para poner order en la capital. Eran hombres aguerridos y bastos, de manos duras como marineros y aliento podrido por la sangre y el vino. De entre ellos destacaba un grupo compuesto por un valenciano llamado Bernabé de ojos tristes, un gaditano de piel morena y gracia en el cante llamado David y el completando el trío, Xavier, el vasco, tan grande como un buey y probablemente con el mismo corazón.

   Embarcaron desde el puerto de la Tacita de Plata hacia las colonias. Hacinados en una fragata junto a otras mil almas que iban a ganarse la vida a otras tierras. Atrás quedaban familias y amigos, bocas a las que alimentar con las esperanzas puestas en que el centenar de mercenarios que partían, traerían los dineros que le darían de comer durante al menos un par de años. En el caso de Bernabé, dejaba atrás una mujer de cabello negro y palabras certeras que era la madre de dos almas, Mario, el mayor y Laura, la pequeña, que compratían con su madre el sabor de la verdad y la curiosiad de los gatos. El gaditano, que había conocido a Bernabé durante el mes que tuvieron que esperar antes de embarcar, dejaba a una mujer de dientes torcidos y a una querida, que le había buscado más de un problema con su marido. De hecho, en una noche de borrachera le declaró a Bernabé que se iba a las colonias mientras se calmaban un poco las aguas, fuese a ser que un día encontrasen su cadáver en las playas de Puerta de Tierra. El viaje duró más de un mes, y un algunas tormentas hicieron su vida peligrar de un hilo en un par de ocasiones. Llegaron a su destino cansados y desnutridos. El recibimiento fue hostil. La población los veía con malos ojos. Eran las espadas de alquiler que iban a poner orden durante varios meses. Al fin y al cabo asesinos contratados por el procurador del rey cuyo trabajo era hacer que siguiesen fluyendo las riquezas al reino. Un par de muertes ejemplarizantes harían el resto.

   El centenar de hombres se establecieron en el cuartel de la Buena Esperanza, junto a la fortaleza que dominaba toda la ciudad desde la colina de San Esteban. Ésta no era muy grande, no más de diez mil habitantes, la gran mayoría familias que habían viajado al nuevo mundo en busca de un pedazo de tierra que labrar sin la avaricia de la nobleza nacional. La misma noche que llegaron a la ciudad comenzaron los altercados y un par de soldados resultaron muertos en una reyerta. Ya se sabía que aún teniendo una espada y un buen cuero para protegerse, un pincho o una daga bien podían dejar seco un hombre si se lo colaban por debajo de las costillas. Al día siguiente el procurador estableció una nueva ley por la cual no se dejaba pasear por las calles de la ciudad una vez el sol tocase en el horizonte. Lejos de calmar las cosas eso excitó aún más a los revolucionarions y las cosas se pusieron realmente difíciles para soldados, mercenarios y los agentes de la corona. Fue la mañana de un martes cuando estalló lo peor. En una reyerta entre un campesino y un soldado una niña resultó muerta por herida de mosquetón. Fue el principio, y como siempre pasa, pierden más aquellos que menos tienen. Ni Bernabé, ni David ni Xavier sabían el importante papel que iban a desempeñar para la historia de esa pequeña ciudad.

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