jueves, 7 de mayo de 2009

La Cena de los Viernes a Final de Mes


  Ella era de las duras y él de los difíciles. Extraña pareja. Los conocí harán ya un par de años. Estaba tomando una cerveza con Nuria en la plaza de España cuando se presentaron. Nuria y él se conocían, eran antiguos compañeros de clase. Los invitamos a que se sentasen con nosotros. Hacía un clima muy agradable. Una brisa marina suavizaba el calor veraniego. Pidieron un par de cañas y comenzaron a ponerse al día. Aburrido abordé a su acompañante preguntándole a que se dedicaba. Ella me dijo que se dedicaba a perder el tiempo escribiendo cuentos para niños, pero que entre cuento y cuento, digamos que de ocho a tres, repartía el correo por el barrio. Tímidamente le dije que yo tenía una librería. La herederé de mi padre cuando éste se jubiló. Le conté había estudiado filosofía pero como las cosas estaban tan difíciles, terminé por continuar el negocio familiar. 

  Esto debió de despertar su interés pues dos semanas más tarde apareció por la librería. Le buscaba un regalo. Fácil de leer, ameno y no muy grande. Quería que él lo disfrutase en los trayectos en metro desde su casa al trabajo. Hice un repaso de género, de aventuras a drama y de novela histórica a ciencia ficción. Se decantó por "Balzac y la Joven Costurera China". De paso ella se llevó "Los Premios" de Cortázar. Estuvimos hablando un rato de libros. Me contó que llevaba años buscando un libro de un escritor sudamericano que escribió un cuento de ranas que cantaban a ritmo de jazz. En aquel momento le sonó el móvil y se despidió diciendo que ya nos veríamos. Estuve toda la tarde pensando en que libro sería ese. Trabajar en una librería facilita las cosas, y más si era verano y no había mucha gente en la ciudad. Pero no pude encontrar nada parecido. Vendí un ejemplar de bolsillo de "Un Tranvía en SP" a un chico con la cara llena de acné y poco más. El resto de la tarde estuve leyendo "Robison Crusoe". Todos los veranos lo releía mientras soñaba con irme de vacaciones a una isla desierta. 

  Volví a saber de ellos una semana más tarde. Nuria recibió un correo electrónico en el que nos invitaban a cenar. Pasó a recojerme por la librería y fuímos por el paseo marítimo hasta su casa. Mientras caminábamos me estuvo contando que los conocía desde los primeros años de la carrera, en especial a él, con el que compartió más de una noche de estudio en la terraza de sus padres. Él y ella tuvieron a Bernardo en común durante mucho tiempo, tanto que cuando éste desapareció creo un gran vacío que jamás se ha llenado. Ella perdió a su hermano. Él a su mejor amigo. No volvieron a ser los mismos. Nadie supo cuando empezó su relación pero Nuria me contó que pasaban mucho tiempo juntos recordando a Bernardo, viendo sus fotos o leyendo los poemas que escribió. Tras varios meses en los que la tristeza se convirtió en depresión la familia de Bernardo decidió mandar a su hija con sus abuelos maternos. Pensaban que un cambio de aires le haría bien pero ella no se dejaba ayudar. Se llevó consigo las fotos y todas las tardes les leía algún cuento que ella misma escribía. Y sin embargo en todo ese tiempo nadie la vio ni llorar ni sonreír. Él fue a buscarla cuando terminó el curso. Me dijo Nuria que no soportaba estar solo y que tenía cambios de humor repentino. Sus lágrimas florecían con demasiada facilidad y reía sin control, como los locos, sin que nadie pudiese entenderlo ni siquiera él. 

  La cena fue bien. Él me agradeció la elección del libro y estuvimos hablando sobre algunos autores como Orhan Pamuk o Günter Grass. Nuria y ella estuvieron hablando de la casa y del trabajo. Pasamos una velada muy agradable que hemos ido repitiendo muchos viernes a final de mes y sin embargo todavía hoy no puedo recordar ningún momento en los que viese, a ella sonreír y a él, reír sin agonía.

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