lunes, 15 de junio de 2009

Cuando cae la Noche


     Pandorium (Segunda Parte)

Estaba cansado. Hacía varios meses que Thomas no dormía más de un par de horas por día, todo desde que había sellado su destino al comprar aquella caja en Roma. Era tarde y somo siempre que caía la noche Thomas se ponía en marcha. No podía dejar de correr. El cazador estaría ahí, acechándolo, esperando a que bajase su guardia para avalanzarse sobre él. No sabía mucho sobre él, solo un par de anotaciones sobre un libro que apenas recordaba, de sus años de universidad en su Lisboa natal. Guardó sus pertenencias en una mochila. Caía la noche y debía retomar su huída. En invierno era aún peor. Anochecía antes. Praga, junto al castillo. Dejaba la habitación de hotel sin que le hubiese dado tiempo a investigar un poco más una referencia que encontró en el cementerio judío. Quizás podría volver en un par de meses, pero ahora no. Ahora debía ponerse en marcha. Bajó al restaurante del hotel y comió en diez minutos. Un par de tragos de absenta le dieron el suficiente calor para salir a la calle. El invierno había mordido con dureza a Europa y ahora no quería retenerla tanto tiempo como le fuese posible. La calle estaba desierta. Cruzó rápidamente la ciudad hasta la estación de trenes. Esa noche tomaría tres, desde Praga hasta Munich con transbordos en Karlovy Vary y Nuremberg. Un largo viaje de once horas para poner más terreno entre él y el cazador. Para darse algo más de tiempo para encontrar ua solución. El tren estaba en el andén cuando llegó a la estación. Se sentó en el último vagón, en un compartimento solitario. Puso su equipaje sobre el estante que había sobre el asiento y se sentó algo más tranquilo. El viaje continuaba.

Lisboa puede ser un sitio agradable para vivir. Cerca del mar y a las orillas del Tajo. Lejos del frío del norte de Europa o de las lluvias de las islas Británicas. Si has sido estudiante en Lisboa conoces que bares del Barrio Alto abren hasta el amanecer o en que restaurantes puede comerse un buen bacalao junto a una copa de Douro. Todo sin que se pierda una gota de luz mientras el sol se sumerje donde el río y el mar se abrazan. Thomas estudió literatura portuguesa al amparo de una herencia familiar. Ésta le permitió alquilar un modesto apartamento en el barrio de Alfaro. Pessoa y Camoens llenaban su mesa de estudio. Cervantes, Shakespeare y Dante su mesita de noche. Allí conoció a Braulio y Joao, amigos de truculentas noches y cafés en el bar de la facultad. Con ellos se arrastraba desde el Barrio Alto hasta Alfaro a reposar todo el vino que un viernes podía dar de sí. Fue en uno de estos bares, bajo la voz omnipresente de Amalia Rodrigues donde conoció a Carmen Moreira. Ojos negros poderosos de los que se clavan en el alma. No era hermosa, su nariz aguileña estropeaba el conjunto de su cara, pero al mismo tiempo le resaltaba su mirada con una decisión inusual. Siempre llevaba el pelo suelto cayendo como una cascada sobre su espalda. Thomas se hechizó a la primera mirada mientras sonaba "Minha Boca Nao se Atreve" y ella lo supo. Thomas la invitó a un par de vinos y charlaron animadamente de viajes e historia. Él quería visitar Estados Unidos. Ella Francia y Alemania. Cursaba algunas asignaturas de literatura germánica e historia del arte y se ganaba la vida sirviendo en un restaurante de Belem. Los meses pasaron rápidos y él llegó a hacer de ese restaurante un punto de encuentro. A ella le gustaba su compañía. Thomas no le desagradaba. Alto y de ojos verdes. Rubio por herencia materna. Buen conversador. Pero, siempre hubo peros que Thomas no llegó a conocer. Quizás llegó a intuir, pero jamás llegó a conocer. 

Munich era una ciudad burguesa. Carecía de la atmósfera bohemia de Praga y de la explosión sociourbana de Berlín. Gente amable y buena música clásica. Todo negado para Thomas. Solo podría estar allí un par de días. Tres a lo sumo. Se dejó caer derrotado sobre la cama del hotel. Tenía un par de horas para descansar antes de que abriesen los archivos municipales. Se quedó dormido y se despertó sudando. Había tenido una pesadilla y en ella también lo perseguían. Durante la noche por el cazador y durante sus sueños por sus temores. Siempre huyendo. Se aseó rápidamente. Se miró al espejo. Había envejecido. Ya no era aquel muchacho que tomaba el sol en las playas de Faro. Su pelo empezaba a clarear en sus sienes sin que todavía hubiese cumplido cuarenta. Salió del hotel en dirección a los archivos del Alte Rauthaus. El funcionario del ayuntamiento se mostró hostil y reticente a dejarlo rebuscar entre los archivos de la ciudad, pero Thomas siempre se guardaba un par de trucos llegado el momento. Una gran parte de los archivos de la ciudad se habían conservado relativamente bien dado el ataque que sufrió esta durante la segunda guerra mundial. Cuando entró en la habitación donde se guardaban los archivos anteriores al siglo diecinueve no pudo evitar abatirse. Era una habitación poco más grande que el habitáculo de un autobús, con una gran cantidad de papeles, libros y carpetas desperdigados sin orden alguno por todas las mesas y estanterías. Iba a necesitar meses para encontrar cualquier pista que lo ayudase a librarse de su destino. Solo pudo invertir un par de horas en ordenar parte de los archivos antes de que el funcionario pasase a comunicarle que la hora de cierre había llegado. Fue a comer algo a un restaurante junto a la iglesia de Saint Michael. Pidió una Weissbier y un plato de Kartoffel Salad. Sacó un libro de Pessoa para no comer solo.

Fue Pessoa el culpable de que la duda se quedase a vivir con él. Fue Pessoa y no otro, no fue ni él, ni Carmen, solo Pessoa. Si Carmen no hubiese tenido aquel ensayo sobre Pessoa el no habría tenido que ir a su casa a ayudarla. Él a fin y al cabo solo era un aficionado con el tema que había hecho un par de trabajos sobre el poeta portugués por excelencia. Era una noche clara de las que la luna deja ver todo lo que no se ha ido a la cama. Se habían bebido entre los dos una botella de vino y andaban a risas entre el sillón y la mesa de la cocina, donde los apuntes de Thomas cubrían toda la mesa. Ella no dejaba de sonreir, a medias entre el vino y la noche. Él la deseaba y parecía el momento propicio. O no. Un par de veces ella le tocó la mano, pero la retiró como si de un accidente se tratase. Thomas no estaba seguro. No sabía si era una señal o un simple roce. Ella lo miraba fijamente a los ojos como esperando algo. Pero ese algo bien no podía ser Thomas. Se sentaron en el sillón y él se acercó a ella. Le sostuvo la mirada durante el instante que él la acarició. El instante se hizo eterno y el tiempo se paró hasta el momento que ella retiró su mano y Thomas no pudo sostener su mirada. Ella se levantó y le puso a Thomas un disco que le había enviado su tio desde Colorado. Se sirvió una copa y dejó que la noche pasase mientras escuchaban un grupo folk americano que cantaba una extraña canción sobre un cazador que no dormía y que olía a muerte. Que salía de su tumba para perseguir a su presa porque ésta había robado su alma y la llevaba en una caja de madera.

Thomas dejó la cerveza. Había recordado de donde había sacado información sobre el cazador. No era un libro. Era una canción, una canción de un grupo del que no conocía ni su nombre ni su origen, solo sabía que lo había escuchado en casa de Carmen la fatídica noche que sembró la duda de que quizás si la hubiese intentado besar las cosas hubiesen sido distintas. Tal y como estaban las cosas solo podía elegir entre los fantasmas del pasado o los muertos del presente. Esa misma tarde compró un billete de tren hacia Lisboa.

1 comentario:

Catetos en Irlanda dijo...

Aure! Qué tal por tierras ithanquenses! Aquí arriba no hace tanto frío, pero sí humedad.
Aunque parezca mentira, se echa de menos ithaca...
Pero bueno...
Un abrazo! Me voy a la biblioteca irlandesa un rato!
(Por cierto, aquí hay unos paisajes impreisonantes!)