jueves, 7 de febrero de 2008

Soltando amarras


   El Baile del Hurón Azul (Primera Parte)

   Como si tuviese piedras en el corazón y éste fuese una cesta de la que no te puedes deshacer. Así me sentía mientras mis pies daban sus primeros pasos en el barco. El olor a salitre rodeaba todo en una atmósfera triste y lúgubre. Las nubes no habían dado un respiro a las gentes del pueblo que comenzaban a suspirar por algún rayo de sol invernal. Vi al capitán en la proa del barco, erguido, oteando el horizonte como un sabueso en busca de su presa. Al escuchar el crujido de las tablas se volvió hacia mi. “Bienvenido a mi barco señor Brown, aunque siento decirle que hoy va a ser un día difícil para zarpar, la mar está inquieta”. Sus ojos escudriñaron mi pensamiento y seguro que detectaron mi miedo como habían detectado la inquietud del mar en calma. Durante un instante quedé atrapado en su mirada del mismo color azul que las aguas del Mediterráneo junto a las islas griegas. Vislumbré parte de la sabiduría que se escondía en este viejo lobo de mar. “Puede dejar sus cosas en el segundo camarote de la derecha que está al bajar las escaleras” dijo mientras se dirijía hacia el puente.
Mi camarote era bastante estrecho. El catre estaba tan pegado al escritorio que había que utilizar éste como silla. Junto a la cabecera de la cama había un ojo de buey que dejaba pasar la tenue luz del día encapotado. Desempaqueté mis cosas, ordené mis cuadernos y mis libros. Saqué lápices y plumas dispuesto a no dejar escapar ninguno de los detalles del viaje. También saqué un retrato de la bella Sofía. Lo había hecho varias semanas antes, cuando paseábamos junto al rio y entre las hojas caídas de los arces blancos tapizaban el suelo con ocres y verdes. Me encapriché de los rizos de tu pelo, de tus labios y de la sonrisa que tímida me dedicabas cada vez que te miraba fijamente. Allí mismo, bajo un roble que aguantaba estoico la llegada del invierno saqué mis útiles y mi cuaderno. Dejé que mis manos acariciasen los rasgos de tu rostro con el carboncillo, dejando así un testigo que me hiciese compañía en mi viaje. Allí hablamos del futuro común que tendríamos a mi vuelta y allí me llevé el sabor de tus labios desde los mios hasta el corazón. Cuando terminé de hacer más acojedor el camarote subí a cubierta. No vi al capitán, pero la tripulación del barco de afanaba en preparar la nave para el largo viaje que íbamos a emprender. Intenté ponerme en un lugar donde no estorbase pero me resultó imposible, tropecé con un marinero de ojos verdes que masculló un par de insultos que no pude entender. “Contramaestre Espada” escuché gritar al capitán desde el puente, “acomode a nuestro invitado en un sitio donde no se vaya a caer por la borda”. Inmediatamente de entre los marineros apareció un individuo enorme, de piel morena y ojos negros. Sobre sus brazos curtidos en más de una tormenta destacaban los tatuajes de dos árboles, sobre el derecho el de un roble y sobre el izquierdo el de una higuera. Me parecieron extraños para un marinero. “Ey shico, vente pa' ka, antes de que te haga daño” dijo en tono de sorna. Lo seguí, y tras una vuelta alrededor del puente me acompañó a mi cuarto. “zagál , mejó que te quehes aquí hasta que salgamos, si quieres sube cuando ecushes la campana”, y se alejó con una sonora risa.
Miré por la ventana al puerto. Veía mucho movimiento, quizás por la partida del Hurón Azul, quizás porque los viejos lobos de agua salada predecían que se acercaba una buena tormenta. Me inquietaba que el capitán quisiese salir con este tiempo, pero lo que me contestó fue que no es este tiempo el que me ha de preocupar, sino el de los mares del norte donde el frío y la oscuridad roban a los hombres la ganas de vivir. Saqué uno de mis cuadernos y comencé a dibujar lo que iba viendo del puerto. Llamaron a la puerta de mi camarote y escuche una voz ronca que me pedía permiso para entrar. “Buenos días señor Brown” se presentó el individuo bajo y calvo que acababa de entrar en el ya estrecho camarote. “Mi nombre es Ramón de Bidasoa, voy a ser uno de sus compañeros en este largo viaje, he sido contratado por la compañía para recolectar bienes”. Estuve a punto de preguntar a que se refería con la palabra “bienes” pero la campana comenzó a sonar indicando que estábamos a punto de zarpar. Vi como Ramón se dirigía junto con una gran maleta al camarote del fondo. Volví a subir a cubierta para despedir junto a los marineros la tierra firme. El capitán con una mano en el timón y la otra señalando al horizonte gritó “Soltad amarras”. Sentí un nudo en el estómago pues veía como dejaba mi vida junto a las sogas que aguantaban el barco a un lugar seguro. Junto a estas, en el puerto, niños y mujeres se despedían con pañuelos azules a los tripulantes del barco mientras la proa enfilaba hacia el mar.

1 comentario:

Alice dijo...

Me esta gustando la historia. Me encanta cuando describes las cosas aunque a veces tanta descripción hace que me olvide de la historia … jejeje….. pero, tu sabes, que me encanta tu imaginación.